Español

MEDITERRÁNEO

“El Mediterráneo será el lecho nupcial de Oriente y Occidente” (cit. Levallois, 2013: 45). Los sansimonianos franceses, como el ingeniero Michel Chevalier, que escribió estas palabras en 1832, creyeron que el Mare nostrum iba a iniciar una era de progreso sin precedentes gracias al desarrollo del transporte y las comunicaciones. Chevalier lo imaginó como una tupida red ferroviaria entre ciudades de su entorno y de puertos marítimos interconectados que él llamó “sistema del Mediterráneo”. No se trataba, en su opinión, de una “vana utopía” (cit. ibíd.). Era el futuro, que la apertura del Canal de Suez en 1869 convirtió en presente al realizar el viejo sueño de unir el Mediterráneo con el Mar Rojo y, a través de él, con el Océano Índico. Para otro sansimoniano, Prosper Enfantin, el canal sería el punto de encuentro entre el Occidente masculino y el Oriente femenino, una dualidad que sugería una relación de sumisión y jerarquía favorable al primero. El eje de la política y la economía mundial parecía regresar al Mediterráneo tras siglos de expansión ultramarina.

Logo oficial de los IV Juegos de Mediterráneo | Nápoles 1963La visión de una Francia mediterránea –no en vano la primera compañía ferroviaria fue la Paris-Lyon-Méditerranée (P-L-M), fundada en 1857–, que impulsara el desarrollo de los pueblos ribereños, sufrió un duro golpe con la derrota francesa en Sedán, en 1870, ante el ejército prusiano y la caída del II Imperio. Frente a quienes defendían el derecho de la Europa del sur a disputar la hegemonía a las naciones del norte, los acontecimientos políticos y militares de finales del siglo XIX inclinaron la balanza en sentido inverso. En su resonante discurso sobre las “naciones moribundas” pronunciado en 1898, en plena guerra hispano-norteamericana, Lord Salisbury proclamó el declive de los países de la Europa meridional, antes incluso de consumarse el “desastre” español en Cuba. Otros reveses coloniales protagonizados por Portugal (crisis del ultimátum, 1890), Italia (Adua, 1896) y Francia (Fachoda, 1898) apuntaban en la misma dirección. En 1905, el sueco Rudolf Kjellén, inventor del término geopolítica, aseguraba que “el Mediterráneo clásico ya no [estaba] en el primer plano de la historia” (cit. Petri, 2016: 687).

Pero si su pérdida de peso en la política internacional se consideraba un hecho cierto, desde la época romántica su atractivo no dejaba de crecer, ya fuera como un glorioso vestigio del pasado o como un destino pintoresco asociado al paisaje, la arqueología y las costumbres exóticas. Tal era el reclamo utilizado por un cartel publicitario de los ferrocarriles egipcios editado en Francia en torno a 1900: “L’Egypte à quatre jours de Paris”, se leía bajo la imagen de un beduino que cabalgaba por el desierto montado en su camello. Junto al exotismo de la ilustración destaca la perspectiva eurocéntrica del Mediterráneo oriental, concebido como un espacio recreativo, lleno de misterio y aventuras, para solaz de los europeos occidentales. Una idea muy distinta de la que tenían las élites eslavas de la época, que veían el Mediterráneo como un gran balneario en el que encontrar la paz y la salud que les negaba el duro clima social y meteorológico de sus países nativos. Así lo creía Dmitri Nabokov, antiguo ministro de Justicia del zar Alejandro III y tío del escritor Vladimir Nabokov, que en sus memorias recuerda a su tío, a principios de siglo, aferrado “a la creencia de que mientras permaneciera en la región mediterránea no le pasaría nada” (Nabokov, 1994: 82). La estancia del joven Tadzio y su familia en Venecia en la célebre novela de Thomas Mann respondía al mismo patrón mental, aunque la peste convirtiera la ciudad adriática de balneario elitista en escenario de una epidemia de cólera –otro tópico, el de las epidemias, firmemente asentado en el imaginario europeo.       

La celebración en Atenas, en 1896, de los primeros Juegos Olímpicos de la nueva era anticipó la mediterraneidad del siglo XX como fuente de inspiración de una cultura de masas que aunara las formas de ocio y comunicación de los tiempos modernos con el prestigio de las viejas civilizaciones autóctonas. En el ámbito de la alta cultura, la creación en París, en 1891, de la École Romane por el griego Jean Moréas y el francés Charles Maurras impulsó la recuperación de la tradición grecolatina frente al decadentismo y la tenebrosidad de las “escuelas del norte”, un proyecto que tendrá un eco lejano en la fundación en Bilbao de la Escuela Romana de los Pirineos por el vasco Ramón de Basterra treinta años después. Mientras tanto, habían proliferado las iniciativas para dotar al arte mediterráneo de una entidad propia que le devolviera sus raíces clásicas y sus atributos naturales: la luz, la claridad, la sencillez de sus líneas…, todo ello opuesto al carácter artificioso y oscuro de la tradición germánica. La escultura Méditerranée, de Aristide Maillol (1905, aunque el título es posterior), ejemplifica en la figura de una mujer desnuda y pensativa esa búsqueda de una belleza ajena a toda preocupación, como señaló el escritor André Gide al presentarse la obra. Como un estilo eminentemente mediterráneo y clasicista cabe considerar asimismo al noucentisme catalán, que consiguió romper la hegemonía, hasta entonces incontestable, del modernismo o art nouveau en las artes plásticas y la arquitectura.

La Primera Guerra Mundial –la “guerra latina”, según D’Annunzio (Canti della guerra latina, 1918)– se vio también como un choque entre la cultura germánica centroeuropea y la tradición grecorromana. Es la tesis que expuso en 1915 el principal teórico del noucentisme, Eugenio D’Ors, en una conferencia titulada Defensa del Mediterráneo en la Gran Guerra. “El mañana de esta guerra”, afirmaba D’Ors, “se llamará, de nuevo, Mediterráneo. (…) El mañana de esta guerra se llamará socialismo, el mañana de esta guerra se llamará vida sencilla” (reproducida en catalán en La Revista, 10-IX-1915, 5-6). La mención al socialismo puede resultar desconcertante habida cuenta la trayectoria ultraconservadora del autor, artífice de una reformulación de la idea del Mediterráneo como proyección natural de un neoimperialismo catalán y español del siglo XX (Ucelay da Cal, 2003). Sorprende también su reivindicación de la “vagancia” y la “pobreza” frente al espíritu depredador de los nuevos bárbaros, que se despedazan en la guerra “por el gran poder, por las grandes riquezas” (ibíd., 5). El “socialismo” sería acaso el resultado de oponer la vida ociosa y contemplativa del Mediterráneo al utilitarismo y al individualismo de los pueblos del norte, estableciendo una línea divisoria entre dos Europas –la latina y la germánica– que en absoluto coincidía con las alianzas militares en los frentes, muy heterogéneas en cuanto a las identidades lingüísticas y religiosas integradas en cada bloque.

El supuesto cleavage cultural que partió a Europa en dos se representó en alguna ocasión como un enfrentamiento entre las letras c y k, o entre la cultura y la Kultur, la primera vinculada a la herencia latina y la segunda al mundo germánico. Un periódico escocés llegó a hablar de “la batalla entre la c y la k” que se venía disputando desde el inicio de la Gran Guerra (“Kultur and Culture”, Dundee Evening Telegraph, 11-I-1915). La polémica sobre la maldad intrínseca de la k se trasladó a la Académie Française cuando en 1915 recibió una petición del escritor Henry de Forge contra el uso de esta letra en francés por su notoria identificación con el enemigo austro-germánico (cit. Fuentes, 2017: 14). En España, Miguel de Unamuno fue especialmente activo, antes incluso de la Gran Guerra, en la lucha contra la k como símbolo del imperialismo alemán. Tras el estallido de la conflagración, hizo llegar su solidaridad a dos colegas franceses, Romain Rolland y René Morax, en el combate que Francia libraba a favor de “la vieille culture, d’origine gréco-latine, la culture avec un c minuscule, modeste, rond et de deux pointes”, opuesta a “la Kultur avec un K majuscule, rectiligne et de quatre pointes (…), la Kultur qui, selon les professeurs prussiens, a besoin de l’appui des canons” (ibíd.). El mundo necesitaba la cultura latina, escribía por esas mismas fechas Gabriele D’Annunzio en un periódico parisino (“Fluctibus et fatis”, Journal, 30-IX-1914; cit. Caburlotto, 2010). Fue en el Mediterráneo –“la mer fatale”– donde “la Grèce révéla le beau, Rome la justice, la Judée la sainteté”. Nada cabía esperar, por el contrario, de “l'homme teuton” (cit. ibíd.).        

Militarismo y autocracia a un lado, civilización y libertad al otro: la guerra era la expresión de una polarización política entre los sucesores de las tribus bárbaras y los herederos del mundo grecorromano, en el que nació la libertad, la democracia y la polis. Si, desde una perspectiva liberal-democrática, el escritor mallorquín Gabriel Alomar, próximo al noucentisme catalán, definió la política como el “arte supremo de construir la ‘Ciudad’” –es decir, la polis moderna– (El Obrero Balear, 17-IV-1925), D’Annunzio se decantó desde el principio por una alternativa ultranacionalista a la crisis de la democracia parlamentaria, identificada con Inglaterra y Francia, aquellas potencias que tras la guerra impusieron a Italia una “victoria mutilada”. Había que volver a la esencia de la cultura clásica y ponerla al servicio de las aspiraciones expansionistas de la Italia moderna, como hizo el escritor italiano al acaudillar la ocupación de Fiume, la actual Rijeka croata, en 1919, reeditando así el viejo mito mediterráneo de la ciudad que hace frente al mundo y se organiza en un régimen de pura autarquía.

D’Annunzio fue el principal precursor de un providencialismo histórico que unía mediterraneidad, latinità e imperialismo en un proyecto que atribuía a Italia un papel tutelar sobre los pueblos del sur, una tarea facilitada por la descomposición del Imperio Otomano en las últimas décadas hasta su derrota final en 1918. El suyo no era un discurso teórico o político, sino una propuesta culturalista que hundía sus raíces en la Antigüedad clásica. Su “Ode pour la résurrection latine”, publicada en París en agosto de 1914, preparaba el terreno para la entrada de Italia en guerra y anticipaba temas que el fascismo hará suyos unos años después: “Nous sommes les nobles, nous sommes les élus; / et nous écraserons la horde hideuse (…) Car pour les Latins, c’est l’heure sainte / De la moisson et du combat”. El Mediterráneo era para el poeta una gran palestra de la épica guerrera de la Antigüedad, pero también el mar de Ulises, que hizo de la navegación una forma superior de vida (Caburlotto, 2010). Como el propio D’Annunzio, el escritor nacionalista Enrico Corradini, defensor de un imperialismo italiano enérgico, volcado en el Mediterráneo, acabó en la órbita del fascismo, de cuyo gobierno formó parte en 1928. Su pasada campaña a favor de la intervención en Libia en 1911, que inspiró también a D’Annunzio (Merope. Canti della guerra d'oltremare, 1915), y su reivindicación del derecho inalienable de Italia sobre el Mare nostrum tuvieron una influencia decisiva en la política expansionista del fascismo, en particular en su dimensión norteafricana. Aunque tanto la vieja expresión latina, usada con frecuencia desde mediados del siglo XIX (Trinchese, 2005), como los planes colonialistas venían de la etapa anterior a la Gran Guerra, el fascismo se propuso llevarlos hasta sus últimas consecuencias apelando a un imaginario histórico que hacía de la italianización del Mediterráneo un designio inexorable. La Italia fascista sería la terza Roma –otro mito/símbolo del Risorgimento que Mussolini hizo suyo– tras el Imperio Romano y Bizancio.

Todo el aparato simbólico del fascismo, desde su nombre hasta el fascio littorio, el saludo brazo en alto o la exaltación y proclamación del imperio, se puede considerar una sublimación de la romanità y de su concepción historicista e italocéntrica del Mediterráneo. El propio Mussolini, en un discurso pronunciado el año anterior a su llegada al poder, puso el ideario fascista bajo la advocación de la “Roma Eterna”, anunció la celebración del 21 de abril, aniversario del nacimiento de la ciudad, como fiesta oficial del partido y explicó el sentido del fascismo como un regreso “alle origini (…), al nostro stile romano, latino e mediterraneo” (discurso en Bolonia, 3-IV-1921). No es de extrañar que en los años siguientes la retórica y la iconografía fascistas se llenaran de metáforas y representaciones cartográficas del Mare nostro, como es denominado en alguna ocasión. El Mediterráneo, que no es un océano y que tiene solo dos puertas de entrada y salida, no puede ser una cárcel que humille a Italia, advirtió Mussolini (7-IX-1934), ante una masa enfervorecida, durante una visita a Taranto, ciudad costera que albergaba una importante base naval. Era una ocasión propicia para reflexionar sobre la vocación mediterránea del fascismo a la luz de las enseñanzas de la historia, que llevaban a una conclusión inequívoca: Roma solo se hizo grande, recordó el Duce, tras doblegar el poderío marítimo de Cartago; de la misma forma, la Italia moderna solo conseguiría sus objetivos si contaba con una fuerza naval incontestable.

Reivindicado como el spazio vitale del pueblo italiano (Giuseppe Bottai), la representación del Mediterráneo por la propaganda fascista derivó a menudo en un mapa temporal –lo que fue y lo que llegaría a ser– más que puramente geográfico. Si la imagen no bastaba, un lema o un breve texto acabaría de revelar su sentido, como ocurre con un mapa de gran tamaño destinado probablemente a los colegios y editado al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, entre la invasión de Polonia y la ofensiva alemana contra Francia. Bajo el rótulo “Mare nostro” [sic], el mapa abarca desde el sur de Escandinavia hasta el norte de África, y contiene una imagen de Mussolini con uniforme militar y prismáticos sobre unas palabras suyas dirigidas a los jóvenes, pues eran ellos quienes harían realidad este “radioso avvenire”: “Che il secolo XX veda Roma, centro de la civiltà latina, dominatrice del MEDITERRANEO [sic], faro di luce per tutte le genti”. Un cuaderno escolar ilustrado con la foto del Duce y un moderno buque de guerra presenta en la contracubierta una bandera de Italia ondeando sobre un mapa que contiene, en el centro, la expresión latina. A su alrededor, una gruesa franja costera dibuja el contorno exterior sin otras fronteras terrestres que las de Italia. La imagen resulta chocante, porque esa línea continua hace que la costa parezca la frontera de un territorio alargado, parecido a la Checoslovaquia de la época, como si el interior estuviera lleno y el exterior, vacío.

Abundan las representaciones fascistas del Mediterráneo como un juego de espejos entre el pasado y un futuro que se cree próximo (Acquarelli, 2011). Es muy conocida la serie de cuatro paneles con mapas en relieve ubicada en el exterior de la basílica romana de Massenzio e inaugurada por Mussolini el 21 de abril de 1934, aniversario del nacimiento de Roma. El conjunto mostraba, de izquierda a derecha, las principales fases de la expansión del Imperio Romano e invitaba a completar aquel ciclo histórico-iconográfico con la progresiva italianización del Mediterráneo bajo el fascismo. Y, en efecto, la campaña de Etiopía dos años después llevó a instalar, a la derecha, un quinto panel, titulado “L’Impero dell’Italia fascista”, que contenía un mapa ampliado hacia el sur para dar cabida a los territorios recientemente conquistados en África oriental. En uno posterior (c. 1940), editado por el Ministero dell’Educazione Nazionale, el monograma de Mussolini –una “M” con forma de muelle– enlazaba Libia con Etiopía saltando por encima de Egipto y Sudán, en poder de los británicos.

El nazismo tuvo una relación intensa, pero contradictoria, con el Mediterráneo clásico. Aunque algunos dirigentes nazis, como Heinrich Himmler, enfatizaron el carácter autóctono de la tradición germánica, emparentada con los pueblos nórdicos, prevaleció la fascinación de Hitler por Grecia y Roma. “Cuando nos preguntan por nuestros ancestros”, declaró en su círculo más íntimo, “debemos responder: los griegos” (cit. Chapoutot, 2012: 92). Las razones, principalmente de índole estética, se reconocen en las obras de los artistas nazis más identificados con los gustos del Führer, de un clasicismo apenas matizado por alguna excrecencia romántica: las esculturas de Josef Thorak y Arno Breker, los monumentales edificios de Albert Speer, característicos del “dórico ario”, o el cine de Leni Riefenstahl, cuyo documental sobre los Juegos Olímpicos de Berlín (1936), Olympia, empieza evocando la antigua Grecia en una larga sucesión de planos que muestran la belleza del mundo helénico a través de su arte y del cuerpo de los atletas de la Antigüedad, interpretados por actores alemanes. El espíritu de la Grecia clásica cobraba vida de esta forma en la Alemania nazi. El recorrido de la antorcha entre Olimpia y Berlín –una innovación introducida en aquellos Juegos que ha perdurado hasta nuestros días– parecía dar la razón al geógrafo francés Élisée Reclus cuando en 1876 escribió que en el Mediterráneo “la marcha de la civilización” va siempre del sudeste al noroeste (Petri, 2016: 683). La severa educación de niños y jóvenes en Esparta sirvió de modelo asimismo al empeño del nacionalsocialismo de forjar un pueblo guerrero, dispuesto a todo.

La atracción por el Mediterráneo como cuna de la civilización chocaba, sin embargo, con las dudas que el nazismo abrigaba sobre los pueblos que vivían en sus márgenes. ¿Era posible que tanta belleza pudiera ser obra de razas inferiores? Esta aporía estético-racial se resolvió atribuyendo un origen ario, incluso nórdico, a griegos y romanos, siguiendo el camino trazado ya en el siglo XIX por el francés Joseph Arthur de Gobineau. “Quien dice romano dice nórdico”, afirma Alfred Rosenberg en El mito del siglo XX (cit. Chapoutot, 2012: 90), y Joseph Goebbels, de visita oficial en Atenas, reconocerá en su diario haberse quedado extasiado, al borde de las lágrimas, al contemplar la Acrópolis, “el testimonio más impresionante del genio creador del Norte” (Diarios, entrada del 22 de septiembre de 1936). El Mediterráneo había proporcionado, según Hitler, las condiciones climáticas favorables para que, en contacto con “el espíritu helénico”, el potencial creador de los pueblos germánicos pudiera desarrollarse plenamente (cit. Sala Rose, 2003: 186-187). Que el mariscal Goering se acordara de la tenaz resistencia espartana en las Termópilas cuando Alemania luchaba desesperadamente en Stalingrado (ibíd., 184) demuestra hasta qué punto el Mediterráneo ha sido en la geopolítica moderna “la madre de todos los ejemplos” (Petri, 2016: 681), aducidos para justificar toda suerte de decisiones, tanto en la guerra como en la paz.    

La mirada de los historiadores sobre el Mediterráneo se ha visto muy condicionada por el momento desde el que escudriñan su pasado. Así sucede siempre, pero más en este caso por tratarse de un espacio saturado de historia que se presta a múltiples diálogos con el presente. Cómo no relacionar la noción de “guerra mundial” que Fernand Braudel aplica al siglo XVI en su libro La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de Philippe II (capítulo “1550-1559: Reprise et fin d’une guerre mondiale”) con los años en que terminó de escribirlo, en plena posguerra mundial. En esta obra crucial, publicada en 1949, Braudel hacía hincapié en la importancia del marco geográfico y del tiempo lento –la “longue durée”– que determina la historia del Mediterráneo, visto como un “vacío creador” (1966: II, 516) incansable en su capacidad de alumbrar imperios, culturas y civilizaciones. La pregunta sobre el comienzo de su decadencia –otra cuestión de actualidad a mediados del siglo XX– refuerza en el fondo su tesis sobre la naturaleza estructural –geografía, clima, paisaje– de este mar interior, en el que los factores de continuidad prevalecen sobre el peso liviano y pasajero de los acontecimientos, “la espuma de la historia”. Su declive en la política mundial, que él sitúa a partir de 1650, tiene un valor relativo al lado de la asombrosa vigencia de su cultura milenaria.

El propio historiador francés se refiere a aquellos escritores –Gabriel Audisio, Jean Giono, Lawrence Durrell, Carlo Levi…– que en el siglo XX han creído encontrar en el Mediterráneo la misma forma de vida de la que dieron testimonio los clásicos griegos y romanos. “Je pense, comme Audisio, comme Durrell”, afirma Braudel, “que l’Antiquité elle-même se retrouve sur les rivages méditerranéens d’aujourd’hui” (ibíd.). Muchos años después, el español Carlos Barral evocaría en sus memorias el momento en el que, en una farmacia griega a la que acudió en busca de un remedio para una picadura de medusa, pudo hacerse entender al recordar cómo se decía medusa en griego antiguo por haberlo leído, según él, en la Odisea. Real o inventada, la anécdota expresa la tendencia de los viajeros modernos a reconocer en el Mediterráneo actual la pervivencia de las antiguas civilizaciones, sea en sus costumbres, en sus tradiciones o, como en el episodio referido por Barral, en las lenguas que hablan sus habitantes. Es la fe que, un siglo antes, animó a Heinrich Schliemann en su búsqueda de las ruinas de Troya. La creencia de que el mundo clásico se había sedimentado en el paisaje le llevó a interpretar los restos arqueológicos que iba encontrando en sus excavaciones como vestigios de los hechos y lugares inmortalizados por Homero. Pocos escenarios históricos tan propicios, pues, a la idea de permanencia y “longue durée” defendida por Braudel. Algo parecido podría decirse del arte europeo del siglo XX, incluso del más vanguardista, en constante diálogo con el clasicismo mediterráneo, evocado por Picasso –faunos, ninfas, centauros, paisajes de la Costa Azul…–, Ravel –Daphnis et Chloé–, Debussy –Prélude à l’après-midi d’un faune–, De Chirico (Di Giacomo, 2020) y tantos otros artistas contemporáneos.

“La madre de todos los ejemplos”, por retomar la expresión de Rolf Petri sobre la influencia del Mediterráneo en la geopolítica moderna, proporcionó al presidente de Estados Unidos John F. Kennedy el leitmotiv de uno de sus discursos más famosos. Su frase “Ich bin ein Berliner”, pronunciada ante el muro de Berlín en 1963, era, como recordó Kennedy, la traslación al mundo de la Guerra Fría del “civis romanus sum” que alegaban los ciudadanos romanos cuando querían hacer valer sus derechos en cualquier rincón del Imperio. El Berlín asediado por el comunismo proclamaba la misma idea de libertad que la ciudadanía romana dos mil años antes (“Two thousand years ago the proudest boast was civis romanus sum. Today, in the world of freedom, the proudest boast is ‘Ich bin ein Berliner’”). Era inevitable que su asesinato unos meses después fuera comparado con el de Julio César, también en oscuras circunstancias, cuando se encontraba en el apogeo de su poder.

Ese inagotable mar de recuerdos que es el Mediterráneo vivió la Guerra Fría como otras etapas de la historia moderna: entre el declive de su poder y la revalorización de su memoria. El antagonismo entre Estados Unidos y la URSS alejó definitivamente los centros de decisión de la cuenca mediterránea, y la supremacía norteamericana en el bloque occidental provocó una progresiva atlantización de su estilo de vida y de su política nacional e internacional. Las llamadas “dictaduras mediterráneas” –Grecia, Portugal y España–, que alimentaron durante décadas el mito de la especificidad política de las sociedades meridionales, fueron sustituidas en los años 70 por regímenes parlamentarios homologables al resto de las democracias europeas. Fue el inicio de la llamada “tercera ola democratizadora” (Samuel Huntington), que pronto se extendió a América Latina y al Este de Europa. Países total o parcialmente mediterráneos como Italia, Francia, Grecia, Turquía y España ingresaron en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la mayoría de ellos en el momento de su fundación (1949). Pese a esta pérdida de autonomía en la política internacional, el poder sugestivo del Mediterráneo y los usos discursivos de su pasado se mantuvieron plenamente vigentes en la segunda mitad del siglo, mientras el conflicto de Oriente Próximo le otorgaba una centralidad inesperada en el nuevo tablero de la política mundial, desplazando el tradicional foco de inestabilidad del Mediterráneo oriental de los Balcanes a Palestina.

De un turismo elitista, atraído por la fuerza evocadora de su paisaje y su pasado –una vivencia del Mediterráneo patente en algunos relatos de Agatha Christie (Triangle at Rhodes, Death on the Nile, Problem at Sea y The Adventure of the Egyptian Tomb, entre otros) o en la tetralogía The Alexandria Quartet, de Lawrence Durrell–, se pasó a un turismo de masas que acudía al reclamo de su clima y de unos estereotipos culturales fácilmente adaptables a los gustos del gran público. François Hartog afirma que la mejor expresión de su definitiva apertura al exterior es el final de Zorba el griego (1964), cuando el personaje que da nombre a la película enseña a bailar el sirtaki a un joven escritor británico (cit. Ruiz-Domènec, 2022: 368) en una memorable escena que contó con la decisiva contribución del músico Mikis Theodorakis. Medio siglo después, el Mediterráneo se había convertido en destino de 230 millones de visitantes al año, pese al regreso de algunos de sus viejos fantasmas con las guerras de la antigua Yugoslavia en los años 90, que dieron nueva carta de naturaleza a los “arquetipos de crueldad” (ibíd., 371) asociados a un cierto imaginario de los pueblos mediterráneos.

Las migraciones de África a Europa, simbolizadas por las pateras como precario medio de transporte, y el temor al terrorismo islámico procedente del Magreb han reforzado una visión bipolar, norte/sur, de un mar al que se ha atribuido siempre un carácter defensivo, como una barrera natural ante las amenazas que inquietan a Europa occidental, algo así como una “frontera geosimbólica” (Saffioti, 2010). Nunca estuvo tan vigente la metáfora, acuñada en 1919 por el geógrafo Halford Mackinder, del Mediterráneo como un foso lleno de agua que protege el flanco sur de la fortaleza europea (cit. Petri, 2016: 682). Los medios audiovisuales se hicieron eco, a menudo con gran realismo, de la muerte de emigrantes ahogados antes de llegar a la orilla, un drama que en ocasiones alimentó el humor negro de las viñetas de prensa, como una publicada en 2015 por el periódico argelino Le Jour d’Algérie, en el que una mano emerge del agua con un letrero que dice “Je suis pas un cimetière” (19-IV-2015; reproducido por Martineau, 2020: 145), o un dibujo del brasileño Machado que presenta a la Parca, con guadaña y flotador, a punto de darse un macabro chapuzón en un mar infestado de cadáveres (ibíd., 147).

La crisis económica iniciada en 2008 reactivó el eje transversal que separa la Europa septentrional de la meridional y los viejos prejuicios del norte hacia los países ribereños del Mediterráneo. Los graves problemas por los que atravesó entonces la Unión Europea provocaron la polarización entre los pueblos de tradición protestante, más productivos y frugales, según su propia percepción, y las naciones de la Europa del sur, tachadas de derrochadoras, con estados fuertemente endeudados y dependientes más que nunca de la ayuda europea. Estos últimos fueron identificados con el acrónimo inglés PIGS (cerdos), expresión de los años 90, pero usada sobre todo tras la recesión de 2008. Incluía a Portugal, Italia, Grecia y España, considerados una rémora para el desarrollo económico de la UE, aunque la “I” podía hacer referencia también a Irlanda y no a Italia, o bien aparecer repetida (PIIGS) para dar cabida a los dos países. El antiguo dominio británico no era un país mediterráneo, pero sí periférico y católico, como la mayoría de los miembros meridionales de la UE. Pese a su evidente carga peyorativa, incluso racista, como se ha denunciado en alguna ocasión, la alegoría porcina sirvió a menudo a los dibujantes de periódicos y revistas para dar una visión desenfadada de las desavenencias internas de la Unión Europea, en la que los cerditos del sur, reconocibles por sus banderas, tanto podían ser víctimas de la voracidad financiera de Alemania como dejar exhaustas, con su insaciable apetito, las ubres económicas de Europa. El conflicto entre países “frugales” y “derrochadores” –septentrionales y meridionales– conectaba, en todo caso, con atavismos culturales siempre presentes en la relación entre la Europa mediterránea y el resto del continente.

El viejo recelo de los pueblos del norte y la fuerza soterrada de una identidad común han impulsado un nacionalismo banal de tipo mediterráneo plasmado en algunas iniciativas unitarias. Cabe señalar entre ellas la celebración de los Juegos del Mediterráneo, organizados cada cuatro años desde su primera edición en Alejandría en 1951 siguiendo el modelo de los Juegos Olímpicos, y el Festival de la Canción Mediterránea, que tuvo lugar en Barcelona anualmente entre 1959 y 1967. En el ámbito político-institucional, en 1995 se puso en marcha el llamado Proceso de Barcelona, que contó con treinta y cinco participantes –entre ellos Israel y la Autoridad Palestina–, y en 2008 se creó en París la Unión por el Mediterráneo como un foro de debate regional para promover el desarrollo económico y el bienestar colectivo. Su logotipo, de un sobrio esquematismo bicromático (blanco y azul, cielo y mar, colores, por cierto, de la bandera griega), presenta una figura geométrica que se repite, invertida, en la parte inferior, como un barco de la Antigüedad, con su casco y su mástil, reflejado en el mar. La imagen, en su sencillez, transmite un mensaje fácilmente comprensible desde cualquier cultura y civilización: el Mediterráneo como el mar de Ulises. Pese a su modestia, estas y otras iniciativas, como el Forum des Mondes Méditerranéens inaugurado por Emmanuel Macron el 7 de febrero de 2022, han sido capaces de superar, aunque solo sea temporalmente, su condición de frontera religiosa entre el cristianismo y el islam, tal vez el elemento más disruptivo de su historia.

Situado “en medio de la tierra” –tal es su significado etimológico–, el Mediterráneo tiene en su particular morfología, ancha y plana, un simbolismo que lo define. Ese amplio espacio que abarca “de Algeciras a Estambul”, como dice la canción homónima de Joan Manuel Serrat, y que los turcos denominan “Mar blanco” (Akdeniz), por el color de su arena, ha generado mucha más historia de la que es capaz de digerir, según la frase atribuida a Churchill sobre los Balcanes. De ahí su universalidad. Sus ciudades más emblemáticas, como Trieste, Atenas, Roma, Venecia, Jerusalén, Estambul o Alejandría, paradigmas de mediterraneidad, cada una a su manera, son depositarias de una memoria propia y universal al mismo tiempo. Otro tanto se podría decir de algunas de sus islas, como Lesbos, símbolo desde la Antigüedad del amor entre mujeres y recientemente de la vertiente más dramática de las migraciones modernas, como destino temporal de miles de refugiados que huyeron de la guerra civil en Siria a partir de 2015. Y en una isla imaginaria próxima a Turquía, Minguer, transcurre Las noches de la peste (2021), la novela de Omar Pamuk que siempre se asociará con la pandemia de covid-19, aunque empezara a escribirla, premonitoriamente, antes de su comienzo.

La memoria sensorial del Mediterráneo incluye los sabores de una gastronomía característica, que fue tema ya en 1950 del bestseller de la escritora británica Elizabeth David A Book of Mediterranean Food. Está ilustrado con quince dibujos de John Minton que constituyen toda una iconografía del tipismo mediterráneo: barrios portuarios, playas, pequeños barcos de pesca, marineros, tabernas... A Book of Mediterranean Food tuvo un papel decisivo en la divulgación del concepto de cocina mediterránea, muy en boga en pleno siglo XXI por los efectos saludables de la dieta que se deriva de ella. Su elemento más genuino, el aceite de oliva, nos recuerda el valor alegórico del olivo –de la rama de olivo, por ejemplo, como símbolo de paz– en las civilizaciones surgidas en su entorno. Un olivo fue el regalo que, en la mitología griega, les hizo Palas Atenea a los habitantes de la ciudad que llevaría su nombre (Atenas) y con una rama de olivo en el pico, según el Antiguo Testamento, anunció una paloma el fin del Diluvio Universal. Hasta doscientas veces aparecen citados en la Biblia el árbol, su fruto o el oro líquido que produce su prensado, y el Corán llega a comparar el brillo del aceite con el esplendor de Alá (Manuel Vicent: “La sabiduría del olivo”, El País, 5-XI-2005). Con un fusil en la mano y una rama de olivo en la otra –guerra o paz– dijo presentarse Yasir Arafat ante la Asamblea General de Naciones Unidas en noviembre de 1974 y luego en otras muchas ocasiones, como la conferencia de Oriente Medio celebrada en Madrid en 1991.

La intensa irradiación exterior del Mediterráneo y la vocación cosmopolita de algunos de sus intelectuales más representativos, como Albert Camus o Constantin Kavafis (Lekatsas, 2014), no han sido óbice para que los pueblos que lo habitan desarrollen un sentimiento colectivo ligado a sensaciones muy primarias, como los colores y sabores que se asocian a él. Para el escritor marsellés Gabriel Audisio, más que un mar interior es “une espèce de continent liquide aux contours solidifiés. Déjà Duhamel dit qu'elle n'est pas une mer, mais un pays. Je vais plus loin, je dis: une patrie” (1935: 15). La forma en que Europa se lo ha imaginado y lo ha representado dice mucho sobre los cambios sociales y los paradigmas intelectuales que se han ido sucediendo a lo largo del tiempo. Si la aproximación arqueológica a sus más profundos secretos guarda cierta relación con el colonialismo tardío, su reciente estudio a la luz de la “ecología histórica” (Horden y Purcell, 2000) responde a la nueva sensibilidad de las ciencias sociales hacia el medio ambiente, el clima y el marco natural, en un giro epistemológico que tiene algo de regreso al viejo Braudel.

Rolf Petri sostiene que el “Mediterranean metaphor’s core paradigm remained stable over time” (2016: 691). Reconoce, no obstante, que ha habido diferencias según las épocas y los países. En el imaginario alemán predomina, según él, la Grecia clásica y en el italiano, la antigua Roma. La mirada francesa, en cambio, es más diversa y compleja (ibíd., 672). Podríamos añadir que la cultura británica se interesa principalmente por su exotismo y ha cultivado el viaje por sus tierras y sus rutas marinas como una forma de evasión o descubrimiento. Italia, por su parte, tiene un gran aliado en la historia antigua, como dice Petri, pero también en la cartografía, porque no hay mapa general de la región que no ofrezca una visión italocéntrica del Mare nostrum. En el caso español, la historia del Mediterráneo es amable –romanización, cristianización, posesiones del Imperio en Italia– y la geografía, conflictiva y a veces dolorosa –Pirineos, Gibraltar, Marruecos.    

“Lecho nupcial”, “cuna de civilizaciones”, “vacío creador”, “continente líquido”, “faro”, “patria”, “cárcel”, “cementerio”, “mujer”… El número de relatos, alegorías y metáforas sobre la “mediterraneidad”, afirma Claudio Fogu, es virtualmente infinito (2010). También podría decirse lo contrario: que, en el fondo, todos las historias de la humanidad, y por tanto del Mediterráneo, son muy parecidas. Al final, como dice un personaje de Borges en El Evangelio según Marcos, esas historias se reducen a dos, la de un barco perdido en el mar que quiere volver a casa y la de un dios que se deja crucificar en el Gólgota, y las dos nacieron en el Mediterráneo.  

English

MEDITERRANEAN

"The Mediterranean will be the marriage bed of East and West" (cit. Levallois, 2013: 45). French Sansimonians, such as the engineer Michel Chevalier, who wrote these words in 1832, believed that the Mare nostrum was going to usher in an era of unprecedented progress thanks to the development of transport and communications. Chevalier imagined it as a dense railway network between surrounding cities and interconnected seaports that he called the "Mediterranean system". It was not, in his opinion, a "vain utopia" (cit. ibid.). It was the future, which the opening of the Suez Canal in 1869 made present by realizing the old dream of uniting the Mediterranean with the Red Sea and, through it, with the Indian Ocean. For another Sansimonian, Prosper Enfantin, the channel would be the meeting point between the masculine West and the feminine East, a duality that suggested a relationship of submission and hierarchy favorable to the former. The axis of world politics and economy seemed to return to the Mediterranean after centuries of overseas expansion.

Logo oficial de los IV Juegos de Mediterráneo | Nápoles 1963The vision of a Mediterranean France – with good reason, the first railway company was the Paris-Lyon-Méditerranée (P-L-M), founded in 1857 – which would promote the development of the riverside towns suffered a hard blow with the French defeat at the hands of the Prussian army in Sedan, in 1870, and the fall of the Second Empire. There were those who defended the right of southern Europe to dispute the hegemony of the nations of the north, but the political and military events of the late nineteenth century tipped the balance the other way. In his resounding speech on the "dying nations" delivered in 1898, in the middle of the Spanish-American War, Lord Salisbury proclaimed the decline of the countries of southern Europe, even before the Spanish "disaster" in Cuba was consummated. Other colonial setbacks suffered by Portugal (ultimatum crisis, 1890), Italy (Adua, 1896) and France (Fachoda, 1898) pointed in the same direction. In 1905, Sweden’s Rudolf Kjellén, inventor of the term geopolitics, claimed that "the classical Mediterranean [was] no longer at the forefront of history" (cit. Petri, 2016: 687).

However, if its loss of influence in international politics was beyond doubt, since the Romantic Era its appeal had steadily increased, either as a glorious vestige of the past or as a picturesque destination associated with landscapes, archaeology and exotic customs. Such was the appeal of an Egyptian Railways advertising poster published in France around 1900: "L'Egypte à quatre jours de Paris", was the caption under the image of a Bedouin riding through the desert mounted on his camel. Along with the exoticism of the illustration, the Eurocentric perspective of the eastern Mediterranean stands out, conceived as a recreational destination, full of mystery and adventure, for the leisure of Western Europeans. A very different idea from that of the Slavic elites of the time, who saw the Mediterranean as a great seaside resort in which to find the peace and health denied them by the harsh social and meteorological climate of their native countries. So thought Dmitri Nabokov, former Minister of Justice of Tsar Alexander III and uncle of the writer Vladimir Nabokov, who in his memoirs remembers his uncle, at the beginning of the century, clinging "to the belief that as long as he remained in the Mediterranean region, nothing would happen to him" (Nabokov, 1994: 82). The presence of the young Tadzio and his family in Venice in Thomas Mann's famous novel responded to the same mental pattern, although the plague turned the Adriatic city from an elitist spa town into the scene of a cholera epidemic – another cliché, that of epidemics, firmly established in the European imaginary.   

The celebration in Athens, in 1896, of the first Olympic Games of the new era anticipated the Mediterranean of the twentieth century as a source of inspiration for a mass culture that combined the modern-day forms of leisure and communication with the prestige of the old autochthonous civilizations. In the field of high culture, the creation in Paris, in 1891, of the École Romane by the Greek Jean Moréas and the Frenchman Charles Maurras promoted the recovery of the Greco-Latin tradition versus the decadentism and tenebrosity of the "schools of the north" a project that would have a distant echo in the foundation in Bilbao of the Roman School of the Pyrenees by the Basque Ramón de Basterra thirty years later. Meanwhile, initiatives had proliferated to provide Mediterranean art with its own entity that would return its classical roots and its natural attributes: light, clarity, the simplicity of its lines..., all opposed to the artificial and dark character of the Germanic tradition. The sculpture Méditerranée, by Aristide Maillol (1905, although the title is later), exemplifies in the figure of a naked and thoughtful woman that search for a beauty alien to all concern, as writer André Gide pointed out when presenting the work. As an eminently Mediterranean and classicist style, it is also worth considering the Catalan noucentisme, which managed to break the hegemony, heretofore unchallenged, of modernism or art nouveau in the plastic arts and architecture.

World War I – the "Latin War", according to D'Annunzio (Canti della guerra Latina, 1918) – was also seen as a clash between Central European Germanic culture and Greco-Roman tradition. This is the thesis presented in 1915 by the main theorist of noucentisme, Eugenio D'Ors, in a conference entitled Defense of the Mediterranean in the Great War. "The tomorrow of this war," D'Ors asserted, "will be called, again, the Mediterranean. (...) The tomorrow of this war will be called socialism, the tomorrow of this war will be called simple life" (reproduced in Catalan in La Revista, 10-IX-1915, 5-6). The mention of socialism may be disconcerting given the ultraconservative trajectory of the author, architect of a reformulation of the idea of the Mediterranean as a natural projection of a Catalan and Spanish neo-imperialism of the twentieth century (Ucelay da Cal, 2003). His vindication of "vagrancy" and "poverty" in the face of the predatory spirit of the new barbarians, who tear themselves apart in war "for great power, for great wealth" (ibid., 5), is also surprising. "Socialism" would perhaps be the result of pitting the idle and contemplative life of the Mediterranean against the utilitarianism and individualism of the peoples of the north, establishing a dividing line between two Europes – the Latin and the Germanic – that in no way coincided with the military alliances on the fronts, very heterogeneous in terms of the linguistic and religious identities integrated in each block.

The supposed cultural cleavage that split Europe in two was once represented as a confrontation between the letters c and k, or between culture and Kultur, the former linked to the Latin heritage and the latter to the Germanic world. A Scottish newspaper went so far as to speak of "the battle between c and k" that had been going on since the start of the Great War ("Kultur and Culture", Dundee Evening Telegraph, 11-I-1915). The controversy over the intrinsic evil of the k reached the Académie Française, when in 1915 it received a petition from the writer Henry de Forge against the use of this letter in French on account of its notorious identification with the Austro-Germanic enemy (cit. Fuentes, 2017: 14). In Spain, Miguel de Unamuno was especially active, even before the Great War, in the struggle against the k as a symbol of German imperialism. After the outbreak of the conflict, he conveyed his solidarity to two French colleagues, Romain Rolland and René Morax, in the battle that France was waging in favor of "la vieille culture, d'origine gréco-latine, la culture avec un c minuscule, modeste, rond et deux pointes", as opposed to "la Kultur avec un K majuscule, rectiligne et de quatre pointes (...), la Kultur qui, selon les professeurs prussiens, a besoin de l'appui des canons" (ibid.). ). The world needed Latin culture, Gabriele D'Annunzio wrote at the same time in a Parisian newspaper ("Fluctibus et fatis", Journal, 30-IX-1914; cit. Caburlotto, 2010). It was in the Mediterranean – "la mer fatale" – where "la Grèce révéla le beau, Rome la justice, la Judée la sainteté". Nothing could be expected, on the contrary, from "l'homme teuton" (cit. ibid.).

Militarism and autocracy on one side, civilization and freedom on the other: war was the expression of a political polarization between the successors of the barbarian tribes and the heirs of the Greco-Roman world, in which freedom, democracy and the polis had been born. If, from a liberal-democratic perspective, Mallorcan writer Gabriel Alomar, close to Catalan noucentisme, defined politics as the "supreme art of building the 'City'" – that is, the modern polis – (El Obrero Balear, 17-IV-1925), D'Annunzio opted from the beginning for an ultranationalist alternative to the crisis of parliamentary democracy, identified with England and France, those powers that after the war imposed on Italy a "mutilated victory". It was necessary to return to the essence of classical culture and place it at the service of the expansionist aspirations of modern Italy, as the Italian writer did when he led the occupation of Fiume, the current Croatian Rijeka, in 1919, thus revisiting the old Mediterranean myth of the city that faces the world and is organized in a regime of pure autarky.

D'Annunzio was the main precursor of a historical providentialism that united Mediterraneanness, Latinità and imperialism in a project that attributed to Italy a tutelary role over the peoples of the south, a task facilitated by the decomposition of the Ottoman Empire in recent decades until its final defeat in 1918. His was not a theoretical or political discourse, but a culturalist proposal that had its roots in classical antiquity. His "Ode pour la résurrection latine", published in Paris in August 1914, prepared the ground for Italy's entry into war and anticipated themes that fascism would make its own a few years later: “Nous sommes les nobles, nous sommes les élus; / et nous écraserons la horde hideuse (…) Car pour les Latins, c’est l’heure sainte / De la moisson et du combat”. The Mediterranean was for the poet a great arena of the warrior epic of Antiquity, but also the sea of Ulysses, which made navigation a superior way of life (Caburlotto, 2010). Like D'Annunzio himself, the nationalist writer Enrico Corradini, defender of an energetic Italian imperialism, focused on the Mediterranean, ended up in the orbit of fascism, forming part of the 1928 government. His earlier campaign for intervention in Libya in 1911, which also inspired D'Annunzio (Merope. Canti della guerra d'oltremare, 1915), and his defense of Italy's inalienable right over the Mare nostrum had a decisive influence on the expansionist policy of fascism, particularly in its North African dimension. Although both the old Latin expression, frequently used since the mid-nineteenth century (Trinchese, 2005), and the colonialist plans came from the stage before the Great War, fascism set out to take them to their ultimate consequences by appealing to a historical imaginary that made the Italianization of the Mediterranean an inexorable design. Fascist Italy would be the third Rome – another myth/symbol of the Risorgimento that Mussolini made his own – after the Roman Empire and Byzantium.

The entire symbolic apparatus of fascism, from its name to the fascio littorio, the salute with arm extended or the exaltation and proclamation of the empire, can be considered a sublimation of the romanità and its historicist and Italocentric conception of the Mediterranean. Mussolini himself, in a speech delivered the year before coming to power, incorporated fascist ideology into his invocation of "Eternal Rome", declared the celebration of April 21, the anniversary of the birth of the city, as an official party holiday and explained the meaning of fascism as a return "alle origini (...), al nostro stile romano, latino e mediterraneo" (speech in Bologna, 3-IV-1921). It is not surprising that in ensuing years, fascist rhetoric and iconography were filled with metaphors and cartographic representations of the Mare nostro, as it is known on occasions. The Mediterranean, which is not an ocean and has only two gateways, cannot be a prison that humiliates Italy, Mussolini (7-IX-1934) warned, before a fervent crowd, during a visit to Taranto, a coastal city and home to an important naval base. It was a propitious occasion to reflect on the Mediterranean vocation of fascism in the light of the teachings of history, which led to an unequivocal conclusion: Rome only became great, recalled the Duce, after overcoming the maritime power of Carthage; in the same way, modern Italy would only achieve its objectives if it had an undefeatable naval force.

Claimed as the spazio vitale of the Italian people (Giuseppe Bottai), the representation of the Mediterranean by fascist propaganda often resulted in a temporal – what it was and what it would become – rather than purely geographical map. If the image were not enough, a slogan or a short text would elucidate its meaning, as was the case with a large map probably intended for schools and published at the beginning of the Second World War, between the invasion of Poland and the German offensive against France. Under the rubric “Mare nostro" [sic], the map covers an area from southern Scandinavia to North Africa, and includes an image of Mussolini with military uniform and binoculars above some words of his addressed to the youth of Italy, because it was they who would make this "radioso avvenire" a reality: "Che il secolo XX veda Roma, centro de la civiltà latina, dominatrice del MEDITERRANEO [sic], faro di luce per tutte le genti". A school notebook illustrated with the photo of the Duce and a modern warship had on its back cover a flag of Italy fluttering over a map in the center of which was the Latin expression. Around it, a thick coastal strip forms the outer contour with no land borders other than those of Italy. The image is striking, because that continuous line makes the coast look like the border of an elongated territory, similar to the Czechoslovakia of the time, as if the interior were full and the exterior, empty.

Numerous Fascist representations exist of the Mediterranean as a game of mirrors between the past and a future that is believed to be near (Acquarelli, 2011). There is a very well-known series of four panels with relief maps located outside the Roman basilica of Massenzio and inaugurated by Mussolini on April 21, 1934, the anniversary of the birth of Rome. The group showed, from left to right, the main phases of the expansion of the Roman Empire and invited completion of that historical-iconographic cycle with the progressive Italianization of the Mediterranean under fascism. And indeed, the Ethiopian campaign two years later led to the installation, on the right, of a fifth panel, entitled "L'Impero dell'Italia fascista", containing a map enlarged to the south to accommodate the newly conquered territories in East Africa. A year later (c. 1940), edited by the Ministero dell'Educazione Nazionale, Mussolini's monogram – a spring-shaped "M" – links Libya with Ethiopia by jumping over British-held Egypt and Sudan.

Nazism had an intense, but contradictory, relationship with the classical Mediterranean. Although some Nazi leaders, such as Heinrich Himmler, emphasized the autochthonous character of the Germanic tradition, related to the Nordic peoples, Hitler's fascination with Greece and Rome prevailed. "When we are asked about our ancestors," he declared in his inner circle, "we must answer: the Greeks" (cit. Chapoutot, 2012: 92). The reasons, mainly of an aesthetic nature, are recognizable in the works of the Nazi artists most identified with the Führer’s tastes, of a classicism barely nuanced by some romantic excrescence: the sculptures of Josef Thorak and Arno Breker, Albert Speer’s monumental buildings, characteristic of the "Doric Aryan", or the cinema of Leni Riefenstahl, whose documentary on the Berlin Olympic Games (1936), Olympia, begins by evoking ancient Greece in a long succession of shots that show the beauty of the Hellenic world through its art and the bodies of the athletes of Antiquity, played by German actors. The spirit of classical Greece came alive in this way in Nazi Germany. The torch’s route between Olympia and Berlin – an innovation introduced in those Games that has endured to this day – seemed to endorse the words of French geographer Élisée Reclus when he wrote in 1876 that in the Mediterranean "the march of civilization" always goes from the southeast to the northwest (Petri, 2016: 683). The strict education received by children and young people in Sparta also served as a model for National Socialism's efforts to forge a warrior people, ready for anything.

The draw of the Mediterranean as the cradle of civilization clashed, however, with the doubts that Nazism harbored about the peoples who lived on its margins. Was it possible that so much beauty could be the work of inferior races? This aesthetic-racial aporia was resolved by attributing an Aryan origin, even Nordic, to Greeks and Romans, following the path already traced in the nineteenth century by Frenchman Joseph Arthur de Gobineau. "Whoever says Roman says Norse", says Alfred Rosenberg in The Myth of the Twentieth Century (cit. Chapoutot, 2012: 90), and Joseph Goebbels, on an official visit to Athens, would acknowledge in his diary that he had been enraptured, on the verge of tears, when contemplating the Acropolis, "the most impressive testimony of the creative genius of the North" (Diaries, entry of September 22, 1936). The Mediterranean had provided, according to Hitler, the favorable climatic conditions so that, in contact with "the Hellenic spirit", the creative potential of the Germanic peoples could be fully developed (cit. Sala Rose, 2003: 186-187). That Marshal Goering recalled the tenacious Spartan resistance at Thermopylae when Germany was fighting desperately at Stalingrad (ibid. 184) demonstrates the extent to which the Mediterranean has been in modern geopolitics "the mother of all examples" (Petri, 2016: 681), invoked to justify all kinds of decisions, both in war and in peace.   

The view of historians on the Mediterranean has depended very much upon the moment from which they scrutinize its past. This is always the case, but more so in this case because it is a space saturated with history that lends itself to multiple dialogues with the present. How can one not relate the notion of "world war" that Fernand Braudel applies to the sixteenth century in his book La Méditerranée et le monde méditerranéen à l'époque de Philippe II (chapter "1550-1559: Reprise et fin d'une guerre mondiale") with the years in which he finished writing it, in the middle of the post-world war period. In this crucial work, published in 1949, Braudel emphasized the importance of the geographical framework and slow time – the "longue durée" – that determines the history of the Mediterranean, seen as a "creative vacuum" (1966: II, 516), tireless in its ability to illuminate empires, cultures and civilizations. The question about the beginning of its decline – another topical issue in the mid-twentieth century – basically reinforces his thesis on the structural nature – geography, climate, landscape – of this inland sea, in which the factors of continuity prevail over the light and transient weight of events, "the foam of history". Its decline in world politics, which he dates from 1650 onwards, has a relative value next to the astonishing validity of its millenary culture.

The French historian himself refers to those writers – Gabriel Audisio, Jean Giono, Lawrence Durrell, Carlo Levi ... – who in the twentieth century believed they had found in the Mediterranean the same way of life to which the Greek and Roman classics bore witness. "Je pense, comme Audisio, comme Durrell," says Braudel, "que l'Antiquité elle-même se retrouve sur les rivages méditerranéens d'aujourd'hui" (ibid.). Many years later, Spaniard Carlos Barral would evoke in his memoirs the moment in which, in a Greek pharmacy where he went in search of a remedy for a jellyfish sting, he made himself understood by remembering the word for jellyfish in ancient Greek, having read it, he said, in the Odyssey. Real or invented, the anecdote expresses the tendency of modern travelers to recognize in today's Mediterranean the survival of ancient civilizations, either in their customs, in their traditions or, as in the episode referred to by Barral, in the languages spoken by its inhabitants. It is the faith that, a century earlier, animated Heinrich Schliemann in his search for the ruins of Troy. The belief that the classical world had settled in the landscape led him to interpret the archaeological remains that he discovered during his excavations as vestiges of the events and places immortalized by Homer. Few historical scenarios so propitious, then, to the idea of permanence and "longue durée" defended by Braudel. Something similar could be said of the European art of the twentieth century, even the most avant-garde, in constant dialogue with Mediterranean classicism, evoked by Picasso –fauns, nymphs, centaurs, landscapes of the Côte d'Azur...–, Ravel –Daphnis and Cloe–, Debussy –Prelude to the afternoon of a faun–, De Chirico (Di Giacomo, 2020) and so many other contemporary artists.

"The mother of all examples," to take up Rolf Petri's expression of the Mediterranean's influence on modern geopolitics, provided U.S. President John F. Kennedy with the leitmotiv of one of his most famous speeches. His phrase "Ich bin ein Berliner", pronounced before the Berlin Wall in 1963, was, as Kennedy recalled, the translation into the world of the Cold War of the "civis romanus sum" that Roman citizens claimed when they wanted to assert their rights in any corner of the Empire. Berlin besieged by communism proclaimed the same idea of freedom as had Roman citizenry two thousand years earlier ("Two thousand years ago the proudest boast was civis romanus sum. Today, in the world of freedom, the proudest boast is 'Ich bin ein Berliner'"). It was inevitable that his murder a few months later would be compared to that of Julius Caesar, also in obscure circumstances, when he was at the height of his power.

That inexhaustible sea of memories that is the Mediterranean lived through the Cold War like other stages of modern history: between the decline of its power and the revaluation of its memory. The antagonism between the United States and the USSR definitively removed the decision-making centers from the Mediterranean basin, and the American supremacy in the Western bloc caused a progressive Atlanticization of its lifestyle and its national and international politics. The so-called "Mediterranean dictatorships" – Greece, Portugal and Spain – which for decades fed the myth of the political specificity of southern societies, were replaced in the ‘70s by parliamentary regimes comparable to the rest of the European democracies. It was the beginning of the so-called "third democratizing wave" (Samuel Huntington), which soon spread to Latin America and Eastern Europe. Totally or partially Mediterranean countries such as Italy, France, Greece, Turkey and Spain joined the North Atlantic Treaty Organization (NATO), most of them at the time of its founding (1949). Despite this loss of autonomy in international politics, the suggestive power of the Mediterranean and the discursive uses of its past remained fully in force in the second half of the century, while the Middle East conflict gave it an unexpected centrality on the new chessboard of world politics, shifting the traditional focus of instability from the eastern Mediterranean from the Balkans to Palestine.

An elitist tourism, attracted by the evocative force of its landscape and its past – an experience of the Mediterranean evident in stories by Agatha Christie (Triangle at Rhodes, Death on the Nile, Problem at Sea and The Adventure of the Egyptian Tomb, among others) or in the tetralogy The Alexandria Quartet, by Lawrence Durrell – changed to a mass tourism that answered the call of its climate and cultural stereotypes easily adaptable to the tastes of the general public. François Hartog states that the best expression of its definitive openness to the outside is the end of Zorba the Greek (1964), when the character that gives the film its name teaches a young British writer to dance the sirtaki (cit. Ruiz-Domènec, 2022: 368) in a memorable scene that benefitted from musician Mikis Theodorakis’s memorable contribution. Half a century later, the Mediterranean had become a destination for 230 million visitors a year, despite the return of some of its old ghosts with the wars of the former Yugoslavia in the ‘90s, which lent new form to the "archetypes of cruelty" (ibid. 371) associated with a certain imaginary of the Mediterranean peoples.

Migrations from Africa to Europe, symbolized by boats as a precarious means of transport, and the fear of Islamic terrorism from the Maghreb, have reinforced a bipolar, north/south vision of a sea that has always been attributed a defensive character, as a natural barrier to the threats that trouble Western Europe, something like a "geosimpolic border" (Saffioti, 2010). Never has the metaphor, coined in 1919 by geographer Halford Mackinder, of the Mediterranean as a moat filled with water protecting the southern flank of the European fortress, been so valid (cit. Petri, 2016: 682). The audiovisual media echoed, often with great realism, the death of migrants, drowned before reaching the shore, a drama that sometimes fueled the black humor of newspaper cartoons, such as one published in 2015 by the Algerian daily Le Jour d'Algérie, in which a hand emerges from the water with a sign that says "Je suis pas un cimetière" (19-IV-2015; reproduced by Martineau, 2020: 145), or a drawing by the Brazilian Machado that shows the Grim Reaper, with a scythe and float, about to take a macabre dip in a sea infested with corpses (ibid., 147).

The economic crisis that began in 2008 reactivated the transversal axis that separates northern and southern Europe and the old prejudices of the north against the countries bordering the Mediterranean. The serious problems that the European Union then went through caused polarization between the peoples of Protestant tradition, more productive and frugal, according to their own perception, and the nations of southern Europe, branded as wasteful, with heavily indebted states, more dependent than ever on European aid. The latter were identified with the English acronym PIGS (pigs), an expression from the ‘90s, but used mainly after the recession of 2008. It included Portugal, Italy, Greece and Spain, considered a hindrance to the economic development of the EU, although the "I" could also refer to Ireland and not to Italy, or appear repeated (PIIGS) to accommodate both countries. The former British territory was not a Mediterranean country, but it was peripheral and Catholic, like most of the southern members of the EU. Despite its obviously pejorative, even racist, implications, as has been denounced on occasions, the pig allegory often provided newspaper and magazine cartoonists with the opportunity to present a light-hearted vision of the internal disagreements within the European Union, in which the piglets of the south, recognizable by their flags, could both be victims of Germany's financial voracity, and empty, with their insatiable appetite, the economic udders of Europe. The conflict between "frugal" and "wasteful" countries – northern and southern – connected, in any case, with cultural atavisms always present in the relationship between Mediterranean Europe and the rest of the continent.

The old suspicion of the peoples of the north and the underground force of a common identity have driven a banal nationalism of the Mediterranean type embodied in some unitary initiatives. Among them is the celebration of the Mediterranean Games, organized every four years since its first edition in Alexandria in 1951 following the model of the Olympic Games, and the Mediterranean Song Festival, which took place in Barcelona annually between 1959 and 1967. In the political-institutional sphere, in 1995 the so-called Barcelona Process was launched, which had thirty-five participants – including Israel and the Palestinian Authority – and in 2008 the Union for the Mediterranean was created in Paris as a forum for regional debate to promote economic development and collective well-being. Its logo, of a sober bichromatic schematism (white and blue, sky and sea, the colors, incidentally, of the Greek flag), presents a geometric figure that is repeated, inverted, at the bottom, like a ship of Antiquity, with its hull and its mast, reflected in the sea. The image, in its simplicity, conveys an easily understandable message from any culture and civilization: the Mediterranean as the sea of Ulysses. Despite their modesty, these and other initiatives, such as the Forum des Mondes Méditerranéens inaugurated by Emmanuel Macron on February 7, 2022, have succeeded in transcending, if only temporarily, the Mediterranean’s status as a religious border between Christianity and Islam, perhaps the most disruptive element in its history.

Located "in the middle of the earth" – such is its etymological meaning – the Mediterranean has in its particular morphology, wide and flat, a symbolism that defines it. That wide space that spans "from Algeciras to Istanbul", as the homonymous song by Joan Manuel Serrat says, and which the Turks call "White Sea" (Akdeniz), after the color of its sand, has generated much more history than it is able to digest, according to the phrase attributed to Churchill about the Balkans. Hence its universality. Its most emblematic cities, such as Trieste, Athens, Rome, Venice, Jerusalem, Istanbul or Alexandria, paradigms of Mediterraneanness, each in its own way, are depositories of a memory that is particular and universal at one and the same time. The same could be said of some of its islands, such as Lesbos, symbol since Antiquity of love between women and recently of the most dramatic aspect of modern migrations, as a temporary destination for thousands of refugees who fled the civil war in Syria from 2015. And an imaginary island near Turkey, Minguer, is the setting for The Nights of the Plague (2021), the novel by Omar Pamuk that will always be associated with the covid-19 pandemic, even if he began to write it, premonitorily, before the latter began.

The sensory memory of the Mediterranean includes the flavors of a characteristic gastronomy, which was the subject as early as 1950 of the bestseller by the British writer Elizabeth David A Book of Mediterranean Food. It is illustrated with fifteen drawings by John Minton that constitute an iconography of Mediterranean clichés: port districts, beaches, small fishing boats, sailors, taverns... A Book of Mediterranean Food had a decisive role in the dissemination of the concept of Mediterranean cuisine, very much in vogue in the XXI century given the health benefits of this diet. Its most characteristic element, olive oil, reminds us of the allegorical value of the olive tree – of the olive branch, for example, as a symbol of peace – in the civilizations that emerged in the region. An olive tree was the gift that, in Greek mythology, Pallas Athena made to the inhabitants of the city that would bear his name (Athens), and with an olive branch in the beak, according to the Old Testament, a dove announced the end of the Universal Flood. Up to two hundred times the tree, its fruit or the liquid gold produced by its pressing are quoted in the Bible, and the Qur'an compares the brightness of the oil with the splendor of Allah (Manuel Vicent: "The wisdom of the olive tree", El País, 5-XI-2005). With a rifle in one hand and an olive branch in the other – war or peace – Yasser Arafat said he presented himself before the United Nations General Assembly in November 1974, and subsequently on many other occasions, such as the Middle East conference held in Madrid in 1991.

The intense external irradiation of the Mediterranean and the cosmopolitan vocation of some of its most representative intellectuals, such as Albert Camus or Constantin Kavafis (Lekatsas, 2014), have not prevented the peoples who inhabit it from developing a collective feeling linked to very primary sensations, such as the colors and flavors that are associated with the region. For the Marseille writer Gabriel Audisio, more than an inland sea it is "une espèce de continent liquide aux contours solidifiés. Déjà Duhamel dit qu'elle n'est pas une mer, mais un pays. Je vais plus loin, je dis: une patrie" (1935: 15). The way Europe has imagined and represented the Mediterranean says much about the social changes and intellectual paradigms that have taken place over time. If the archaeological approach to its deepest secrets bears some relation to late colonialism, its recent study in the light of "historical ecology" (Horden and Purcell, 2000) responds to the new sensibility of the social sciences towards the environment, climate and the natural framework, in an epistemological turn that represents something of a return to Braudel.

Rolf Petri argues that the "Mediterranean metaphor's core paradigm remained stable over time" (2016: 691). He acknowledges, however, that there have been differences between times and countries. What predominates in the German imaginary predominates, he claims, is classical Greece, and in the Italian, ancient Rome. The French vision, on the other hand, is more diverse and complex (ibid., 672). We might add that British culture is mainly interested in its exoticism and has cultivated travel through its lands and its sea routes as a form of evasion or discovery, sometimes both at the same time. Italy, for its part, has a great ally in ancient history, as Petri says, but also in cartography, because there is no general map of the region that does not offer an Italocentric view of the Mare nostrum. In the Spanish case, the history of the Mediterranean is sympathetic – Romanization, Christianization, Imperial possessions in Italy – and the geography, conflictive and sometimes painful – Pyrenees, Gibraltar, Morocco.   

"Bridal bed", "cradle of civilizations", "creative void", "liquid continent", "lighthouse", "homeland", "prison", "cemetery", "woman"... The number of stories, allegories and metaphors about "Mediterraneanness", says Claudio Fogu, is virtually infinite (2010). The opposite could also be said: deep down, all the stories of humanity, and therefore of the Mediterranean, are very similar. In the end, as a Borges character says in The Gospel According to Mark, these stories are reduced to two: that of a ship lost at sea that wants to return home, and that of a god who allows himself to be crucified on Golgotha, and both were born in the Mediterranean. 

Français

MÉDITERRANÉE

« La Méditerranée sera le lit nuptial de l’Orient et de l’Occident » (cit. Levallois, 2013 : 45). Les Français saint-simoniens, comme l’ingénieur Michel Chevalier, qui écrivit ces mots en 1832, croyaient que le Mare nostrum allait inaugurer une ère de progrès sans précédent grâce au développement des transports et des communications. Chevalier l’imagina comme un dense réseau ferroviaire entre les villes environnantes et les ports maritimes interconnectés qu’il appela le « système méditerranéen ». Ce n’était pas, à son avis, une « vaine utopie » (cit.  ibid.). C’était l’avenir, devenu présent avec l’ouverture du canal de Suez en 1869, qui réalisait le vieux rêve d’unir la Méditerranée à la Mer Rouge et, à travers celle-ci, à l’Océan Indien. Pour un autre saint-simonien, Prosper Enfantin, le canal serait le point de rencontre entre l’Occident masculin et l’Orient féminin, une dualité qui suggérait une relation de soumission et de hiérarchie favorable au premier. L’axe de la politique et de l’économie mondiales semblait revenir à la Méditerranée après des siècles d’expansion ultramarine.

Logo oficial de los IV Juegos de Mediterráneo | Nápoles 1963La vision d’une France méditerranéenne – ce n’est pas en vain que la première compagnie de chemins de fer fut la Paris-Lyon-Méditerranée (P-L-M), fondée en 1857 – qui favoriserait le développement des peuples riverains, subit un rude coup avec la défaite française à Sedan, en 1870, devant l’armée prussienne et la chute du Second Empire.  Face à ceux qui défendaient le droit de l’Europe du Sud à contester l’hégémonie des nations du Nord, les événements politiques et militaires de la fin du XIXe siècle firent pencher la balance dans l’autre sens. Dans son discours retentissant sur les « nations moribondes» prononcé en 1898, en pleine guerre hispano-américaine, Lord Salisbury proclamait le déclin des pays de l’Europe méridionale, avant même que le « désastre » espagnol à Cuba ne soit consommé. D’autres revers coloniaux essuyés par le Portugal (crise de l’ultimatum, 1890), l’Italie (Adua, 1896) et la France (Fachoda, 1898) pointaient dans la même direction. En 1905, le Suédois Rudolf Kjellén, inventeur du terme géopolitique, affirmait que « la Méditerranée classique [n’était] plus à l’avant-garde de l’histoire » (cit. Petri, 2016 : 687).

Mais si sa perte de poids dans la politique internationale était considérée comme un fait certain, depuis les temps romantiques, son attrait ne cessait de croître, que ce soit comme un glorieux vestige du passé ou comme une destination pittoresque associée au paysage, à l’archéologie et aux coutumes exotiques. Telle était l’argument publicitaire utilisée par une affiche des chemins de fer égyptiens publiée en France vers 1900 : « L’Egypte à quatre jours de Paris », lisait-on sous l’image d’un Bédouin traversant le désert, juché sur son chameau. Outre l’exotisme de l’illustration, on mettait l’accent sur la perspective eurocentrée de la Méditerranée orientale, conçue comme un espace récréatif, plein de mystère et d’aventures, pour le plaisir des Européens de l’Ouest. C’était là une idée très différente de celle qu’avaient les élites slaves de l’époque, qui voyaient la Méditerranée comme une grande station balnéaire dans laquelle trouver la paix et la santé que leur refusait le rude climat social et météorologique de leurs pays d’origine.  C’est ce que croyait Dmitri Nabokov, ancien ministre de la Justice du tsar Alexandre III et oncle de l’écrivain Vladimir Nabokov, qui, dans ses mémoires, se souvient de son oncle, au début du siècle, attaché « à la croyance que tant qu’il resterait dans la région méditerranéenne, rien ne pouvait lui arriver » (Nabokov, 1994 : 82). La présence du jeune Tadzio et de sa famille à Venise dans le célèbre roman de Thomas Mann répond au même schéma mental, même si la peste avait transformé l’élégante station balnéaire de l’Adriatique en théâtre d’une épidémie de choléra – un autre sujet, celui des épidémies, fermement ancré dans l’imaginaire européen.   

La tenue à Athènes, en 1896, des premiers Jeux Olympiques de la nouvelle ère anticipa la méditerranéité du XXe siècle en tant que source d’inspiration d’une culture de masse qui allierait les formes de loisirs et de communication des temps modernes au prestige des anciennes civilisations autochtones. Dans le domaine de la haute culture, la création à Paris, en 1891, de l’École Romane par le Grec Jean Moréas et le Français Charles Maurras favorisa la récupération de la tradition gréco-latine face au décadentisme et la ténébrosité des « écoles du Nord », un projet qui aura un lointain écho dans la fondation à Bilbao de l’École romaine des Pyrénées par le Basque Ramón de Basterra, trente ans plus tard. Entre-temps, les initiatives s’étaient multipliées pour doter l’art méditerranéen d’une entité propre qui lui rendrait ses racines classiques et ses attributs naturels : la lumière, la clarté, la simplicité de ses lignes…, le tout opposé au caractère artificiel et sombre de la tradition germanique. La sculpture Méditerranée, d’Aristide Maillol (1905, bien que le titre soit plus tardif), incarne dans la figure d’une femme nue et pensive cette recherche d’une beauté étrangère à toute préoccupation, comme le souligna l’écrivain André Gide lors de la présentation de l’œuvre. De même, c’est en tant que style éminemment méditerranéen et classique qu’il convient de considérer le noucentisme catalan, qui parvint à briser l’hégémonie, jusqu’alors incontestable, du modernisme ou de l’art nouveau dans les arts plastiques et l’architecture.

La Première Guerre mondiale – la « guerre latine », selon D’Annunzio (Canti della guerra Latina, 1918) – a également été considérée comme un affrontement entre la culture germanique d’Europe centrale et la tradition gréco-romaine. C’est la thèse présentée en 1915 par le principal théoricien du noucentisme, Eugenio D’Ors, lors d’une conférence intitulée Défense de la Méditerranée dans la Grande Guerre.  « Le lendemain de cette guerre », affirma D’Ors, « s’appellera, à nouveau, la Méditerranée. […] Le lendemain de cette guerre s’appellera socialisme, le lendemain de cette guerre sera appelé vie simple » (reproduit en catalan dans La Revista, 10-IX-1915, 5-6). La mention du socialisme peut sembler déconcertante compte tenu de la trajectoire ultraconservatrice de l’auteur, artisan d’une reformulation de l’idée de Méditerranée en tant que projection naturelle d’un néo-impérialisme catalan et espagnol du XXe siècle (Ucelay da Cal, 2003). Sa justification de la « paresse » et de la « pauvreté » face à l’esprit prédateur des nouveaux barbares, qui se déchirent dans la guerre « pour le grand pouvoir, pour les grandes richesses » (ibid., 5), est également surprenante. Le « socialisme » serait peut-être le résultat de l’opposition de la vie oisive et contemplative de la Méditerranée à l’utilitarisme et à l’individualisme des peuples du Nord, établissant ainsi une ligne de partage entre deux Europes – la latine et la germanique – qui ne coïncidait en rien avec les alliances militaires sur les fronts, très hétérogènes en termes d’identités linguistiques et religieuses, intégrées dans chaque bloc.

Le prétendu clivage culturel qui divisa l’Europe en deux fut parfois représenté comme une confrontation entre les lettres c et k, ou entre la culture et la Kultur, la première étant liée à l’héritage latin et la seconde au monde germanique. Un journal écossais alla jusqu’à parler de « la bataille entre le c et le k » qui se déroulait depuis le début de la Grande Guerre (« Kultur and Culture », Dundee Evening Telegraph, 11-I-1915). La polémique sur le mal intrinsèque du k arriva jusqu’à l’Académie française, lorsqu’en 1915, elle reçut une requête de l’écrivain Henry de Forge demandant l’interdiction de l’usage de cette lettre en français en raison de son identification notoire avec l’ennemi austro-germanique (cit. Fuentes, 2017 : 14). En Espagne, Miguel de Unamuno fut particulièrement actif, avant même la Grande Guerre, dans la lutte contre le k en tant que symbole de l’impérialisme allemand. Après le déclenchement de la conflagration, il transmit sa solidarité à deux collègues français, Romain Rolland et René Morax, dans la bataille que la France menait en faveur de « la vieille culture, d’origine gréco-latine, la culture avec un c minuscule, modeste, rond et de deux pointes », opposé à « la Kultur avec un K majuscule, rectiligne et de quatre pointes [...], la Kultur qui, selon les professeurs prussiens, a besoin de l’appui des canons » (ibid.). Le monde avait besoin de la culture latine, écrivait Gabriele D’Annunzio à la même époque dans un journal parisien (« Fluctibus et fatis », Journal, 30-IX-1914 ; cit. Caburlotto, 2010).  Ce fut en Méditerranée – « la mer fatale » – où « la Grèce révéla le beau, Rome la justice, la Judée la sainteté ». Il n’y avait rien à attendre, au contraire, de « l’homme teuton » (cit.  ibid.).

Militarisme et autocratie d’un côté, civilisation et liberté de l’autre : la guerre était l’expression d’une polarisation politique entre les successeurs des tribus barbares et les héritiers du monde gréco-romain, où étaient nées la liberté, la démocratie et la polis. Si, depuis une perspective libérale-démocratique, l’écrivain majorquin Gabriel Alomar, proche du noucentisme catalan, définissait la politique comme « l’art suprême de construire la 'ville' » – c’est-à-dire la polis moderne – (El Obrero Balear, 17-IV-1925), D’Annunzio pencha dès le début pour une alternative ultranationaliste à la crise de la démocratie parlementaire, identifiée à l’Angleterre et à la France, ces puissances qui, après la guerre, imposèrent à l’Italie une « victoire mutilée ». Il était nécessaire de revenir à l’essence de la culture classique et de la mettre au service des aspirations expansionnistes de l’Italie moderne, comme le fit l’écrivain italien lorsqu’il dirigea l’occupation de Fiume, l’actuelle Rijeka croate, en 1919, rééditant ainsi le vieux mythe méditerranéen de la ville qui fait face au monde et s’organise dans un régime de pure autarcie.

D’Annunzio a été le principal précurseur d’un providentialisme historique qui unissait Méditerranéité, Latinità et impérialisme dans un projet qui attribuait à l’Italie un rôle tutélaire sur les peuples du sud, une tâche facilitée par la décomposition de l’Empire ottoman au cours des dernières décennies jusqu’à sa défaite finale en 1918. Il ne s’agissait pas d’un discours théorique ou politique, mais d’une proposition culturaliste qui plongeait ses racines dans l’Antiquité classique. Son « Ode pour la résurrection latine », publiée à Paris en août 1914, préparait le terrain pour l’entrée en guerre de l’Italie et anticipait des thèmes que le fascisme s’appropriera quelques années plus tard : « Nous sommes les nobles, nous sommes les élus; / et nous écraserons la horde hideuse [...] Car pour les Latins, c’est l’heure sainte / De la moisson et du combat ». La Méditerranée était pour le poète une grande arène de l’épopée guerrière de l’Antiquité, mais aussi la mer d’Ulysse, qui fit de la navigation un mode de vie supérieur (Caburlotto, 2010). Comme D’Annunzio lui-même, l’écrivain nationaliste Enrico Corradini, défenseur d’un impérialisme italien énergique, axé sur la Méditerranée, s’est retrouvé dans l’orbite du fascisme, au gouvernement duquel il participa en 1928. Sa campagne en faveur de l’intervention en Libye en 1911, qui inspira également D’Annunzio (Merope. Canti della guerra d’oltremare, 1915), et sa revendication du droit inaliénable de l’Italie sur le Mare nostrum eurent une influence décisive sur la politique expansionniste du fascisme, notamment dans sa dimension nord-africaine. Bien que l’ancienne expression latine, fréquemment utilisée depuis le milieu du XIXe siècle (Trinchese, 2005), ainsi que les projets colonialistes soient antérieurs à la Grande Guerre, le fascisme entreprit de les mener à leurs ultimes conséquences, en faisant appel à un imaginaire historique qui faisait de l’italianisation de la Méditerranée une inexorable finalité. L’Italie fasciste serait la terza Roma – un autre mythe / symbole du Risorgimento que Mussolini fit sien – après l’Empire Romain et Byzance.

Tout l’appareil symbolique du fascisme, depuis son nom jusqu’au fascio littorio, le salut bras tendu ou l’exaltation et la proclamation de l’empire, peut être considéré comme une sublimation de la romanità et de sa conception historiciste et italocentrée de la Méditerranée. Mussolini lui-même, dans un discours prononcé l’année précédant son arrivée au pouvoir, plaça l’idéologie fasciste sous l’égide de la « Rome éternelle », annonça la commémoration du 21 avril, anniversaire de la naissance de la ville, comme fête officielle et expliqua la signification du fascisme comme un retour « alle origini [...], al nostro stile romano, latino e mediterraneo » (discours de Bologne, 3-IV-1921).  Il n’est pas surprenant que dans les années suivantes, la rhétorique et l’iconographie fascistes se soient remplies de métaphores et de représentations cartographiques du Mare nostro, comme on l’appelle parfois. La Méditerranée, qui n’est pas un océan et n’a que deux portes d’entrée et de sortie, ne peut pas être une prison qui humilie l’Italie, lança Mussolini (7-IX-1934), devant une masse galvanisée, lors d’une visite à Tarente, une ville côtière qui abritait une importante base navale. C’était occasion de réfléchir à la vocation méditerranéenne du fascisme à la lumière des enseignements de l’histoire, qui conduisaient à une conclusion sans équivoque : Rome ne devint grande, rappela le Duce, qu’après avoir soumis la puissance maritime de Carthage ; de la même manière, l’Italie moderne n’atteindrait ses objectifs que si elle disposait d’une force navale incontestable.

Revendiquée comme le spazio vitale du peuple italien (Giuseppe Bottai), la Méditerranée en vint à être représentée par la propagande fasciste comme une carte temporelle – ce qu’elle était et ce qu’elle allait devenir – plutôt que purement géographique. Si l’image ne suffisait pas, un slogan ou un court texte finirait de  révéler sa signification. Tel est le cas d’une grande carte probablement destinée aux écoles et éditée au début de la Seconde Guerre mondiale, entre l’invasion de la Pologne et l’offensive allemande contre la France. Sous l’étiquette « Mare nostro » [sic], la carte englobe le sud de la Scandinavie et l’Afrique du Nord, et contient une image de Mussolini portant uniforme militaire et jumelles au-dessus de quelques mots adressés aux jeunes, car c’étaient eux qui feraient de ce « radioso avvenire » une réalité: « Che il secolo XX veda Roma, centro de la civiltà latina,  dominatrice del MEDITERRANEO [sic], faro di luce per tutte le genti ». Un cahier scolaire illustré de la photo du Duce et d’un navire de guerre moderne présente sur la quatrième de couverture un drapeau de l’Italie flottant sur une carte contenant, au centre, l’expression latine. Tout autour, une large bande côtière dessine le contour extérieur sans autres frontières terrestres que celles de l’Italie. L’image est choquante, car cette ligne continue fait ressembler la côte à la frontière d’un territoire allongé, semblable à la Tchécoslovaquie de l’époque, comme si l’intérieur était plein et l’extérieur, vide.

Les représentations fascistes de la Méditerranée mettant en miroir le passé et un avenir que l’on croit proche sont nombreuses (Acquarelli, 2011). La série de quatre panneaux avec des cartes en relief située à l’extérieur de la basilique romaine de Massenzio et inaugurée par Mussolini le 21 avril 1934, anniversaire de la naissance de Rome, est bien connue. L’ensemble montrait, de gauche à droite, les principales étapes de l’expansion de l’Empire romain et invitait à compléter ce cycle historico-iconographique par l’italianisation progressive de la Méditerranée sous le fascisme. Et, en effet, la campagne éthiopienne deux ans plus tard conduisit à l’installation, à droite, d’un cinquième panneau, intitulé « L’Impero dell’Italia fascista », qui contenait une carte agrandie au sud pour accueillir les territoires nouvellement conquis en Afrique de l’Est. Sur un autre édité plus tard (vers 1940), par le Ministero dell’Educazione Nazionale, le monogramme de Mussolini – un « M » en forme de ressort – reliait la Libye à l’Éthiopie en sautant par-dessus l’Égypte et le Soudan sous contrôle britannique.

Le nazisme eut une relation intense, mais contradictoire, avec la Méditerranée classique. Bien que certains dirigeants nazis, tels que Heinrich Himmler, aient souligné le caractère autochtone de la tradition germanique, liée aux peuples nordiques, c’est la fascination d’Hitler pour la Grèce et Rome qui prédomina. « Quand on nous interroge sur nos ancêtres », déclara-t-il à ses proches, « nous devons répondre : les Grecs » (cit. Chapoutot, 2012 : 92). On en connaît les raisons, principalement de nature esthétique, dans les œuvres des artistes nazis les plus identifiés aux goûts du Führer, d’un classicisme à peine nuancé par quelques excroissances romantiques : les sculptures de Josef Thorak et Arno Breker, les édifices monumentaux d’Albert Speer, caractéristiques du « dorique aryen », ou encore le cinéma de Leni Riefenstahl, dont le documentaire sur les Jeux Olympiques de Berlin (1936),  Olympia, commence par l’évocation de la Grèce antique dans une longue succession de plans qui montrent la beauté du monde hellénique à travers son art et le corps des athlètes de l’Antiquité, joués par des acteurs allemands. L’esprit de la Grèce classique prenait vie dans l’Allemagne nazie. Le parcours de la torche entre Olympie et Berlin – une innovation introduite à cette époque qui a perduré jusqu’à nos jours – semblait donner raison au  géographe français Élisée Reclus lorsqu’en 1876 il écrivait qu’en Méditerranée « la marche de la civilisation » va toujours du sud-est au nord-ouest (Petri, 2016 : 683). L’éducation sévère des enfants et des jeunes à Sparte a également servi de modèle à la résolution du national-socialisme de forger un peuple guerrier, prêt à tout.

L’attrait pour la Méditerranée en tant que berceau de la civilisation s’est heurté, cependant, aux doutes que le nazisme nourrissait sur les peuples qui vivaient sur ses rives. Était-il possible que tant de beauté puisse être l’œuvre de races inférieures ? Cette aporie esthético-raciale fut résolue en attribuant une origine aryenne, voire nordique, aux Grecs et aux Romains, en suivant la voie tracée déjà au XIXe siècle par le Français Joseph Arthur de Gobineau. « Qui dit romain dit nordique », affirme Alfred Rosenberg dans Le mythe du XXe siècle (cit. Chapoutot, 2012 : 90), et Joseph Goebbels, en visite officielle à Athènes, reconnaîtra dans son journal s’être extasié, au bord des larmes, devant la contemplation de l’Acropole, « le témoignage le plus impressionnant du génie créateur du Nord » (Journal, entrée du 22 septembre 1936). La Méditerranée avait fourni, selon Hitler, les conditions climatiques favorables pour que, au contact de « l’esprit hellénique », le potentiel créatif des peuples germaniques puisse s’épanouir pleinement (cit. Sala Rose, 2003 : 186-187). Le fait que le maréchal Goering se soit souvenu de l’opiniâtre résistance des Spartiates aux Thermopyles alors que l’Allemagne combattait désespérément à Stalingrad (ibid., 184) montre à quel point la Méditerranée a été dans la géopolitique moderne « la mère de tous les exemples » (Petri, 2016 : 681), invoqués pour justifier toutes sortes de décisions, à la fois en temps de guerre et en temps de paix.   

Le regard des historiens sur la Méditerranée a été très conditionné par le moment depuis lequel ils scrutent son passé. Il en est toujours ainsi, mais plus encore dans ce cas, car c’est un espace saturé d’histoire qui se prête à de multiples dialogues avec le présent. Comment, en effet, ne pas relier la notion de « guerre mondiale » que Fernand Braudel applique au XVIe siècle dans son livre La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de Philippe II (chapitre « 1550-1559 : Reprise et fin d’une guerre mondiale ») avec les années où il en a achevé l’écriture, en plein après-guerre ? Dans cet ouvrage crucial, publié en 1949, Braudel souligne l’importance du cadre géographique et de la « longue durée » qui détermine l’histoire de la Méditerranée, vue comme un « vide créatif » (1966 : II, 516) infatigable dans sa capacité à donner naissance à des empires, des cultures et des civilisations. L’interrogation sur le début de son déclin – un autre sujet d’actualité au milieu du XXe siècle – renforce, dans le fond, sa thèse sur la nature structurelle – géographie, climat, paysage – de cette mer intérieure, dans laquelle les facteurs de continuité l’emportent sur le poids léger et transitoire des événements, « l’écume de l’histoire ». Son déclin dans la politique mondiale, qu’il situe à partir de 1650, a une valeur relative à côté de l’étonnante vitalité de sa culture millénaire.

L’historien français lui-même se réfère à ces écrivains – Gabriel Audisio, Jean Giono, Lawrence Durrell, Carlo Levi…– qui, au XXe siècle, ont cru trouver en Méditerranée le même mode de vie dont témoignaient les classiques grecs et romains. « Je pense, comme Audisio, comme Durrell », affirme Braudel, « que l’Antiquité elle-même se retrouve sur les rivages méditerranéens d’aujourd’hui » (ibid.). Bien des années plus tard, l’Espagnol Carlos Barral évoquera dans ses mémoires le moment où, dans une pharmacie grecque où il s’était rendu à la recherche d’un remède contre une piqûre de méduse, il put se faire comprendre en se rappelant comment méduse se disait en grec ancien pour l’avoir lue, selon lui, dans l’Odyssée. Qu’elle soit réelle ou inventée, l’anecdote exprime la tendance des voyageurs modernes à reconnaître dans la Méditerranée d’aujourd’hui la survivance des civilisations anciennes, soit dans leurs coutumes, dans leurs traditions soit, comme dans l’épisode évoqué par Barral, dans les langues parlées par ses habitants. C’est cette conviction qui, un siècle plus tôt, avait animé Heinrich Schliemann dans sa recherche des ruines de Troie. La croyance que le monde classique s’était installé dans le paysage l’amena à interpréter les ruines archéologiques qu’il trouvait dans ses fouilles comme des vestiges des faits et des lieux immortalisés par Homère. Peu de scènes historiques sont aussi propices, donc, à l’idée de permanence et de « longue durée » défendue par Braudel. On pourrait dire quelque chose de similaire de l’art européen du XXe siècle, même le plus avant-gardiste, en dialogue constant avec le classicisme méditerranéen, évoqué par Picasso – faunes, nymphes, centaures, paysages de la Côte d’Azur…–, Ravel – Daphnis et Chloe –, Debussy – Prélude à l’après-midi d’un faune –, De Chirico (Di Giacomo, 2020) et tant d’autres artistes contemporains.

« La mère de tous les exemples », pour reprendre l’expression de Rolf Petri au sujet de l’influence de la Méditerranée sur la géopolitique moderne, fournit au président américain John F. Kennedy le leitmotiv de l’un de ses discours les plus célèbres. Sa phrase « Ich bin ein Berliner », prononcée devant le mur de Berlin en 1963, était, comme Kennedy l’a rappelé, la transposition dans le monde de la guerre froide du « civis romanus sum » invoqué par les citoyens romains lorsqu’ils voulaient faire valoir leurs droits dans n’importe quel recoin de l’Empire. Berlin assiégée par le communisme proclamait la même idée de liberté que la citoyenneté romaine deux mille ans plus tôt (“Two thousand years ago the proudest boast was civis romanus sum. Today, in the world of freedom, the proudest boast is ‘Ich bin ein Berliner’”). Il était inévitable que son assassinat quelques mois plus tard soit comparé à celui de Jules César, également dans des circonstances obscures, alors qu’il était au sommet de son pouvoir.

Cette mer inépuisable de souvenirs qu’est la Méditerranée vécut la guerre froide comme d’autres étapes de l’histoire moderne : entre le déclin de sa puissance et la revalorisation de sa mémoire. L’antagonisme entre les États-Unis et l’URSS a définitivement éloigné les centres de décision du bassin méditerranéen et la suprématie américaine dans le bloc occidental a provoqué une atlantisation progressive de son mode de vie et de sa politique nationale et internationale. Celles qu’on a appelées « dictatures méditerranéennes » – la Grèce, le Portugal et l’Espagne – qui pendant des décennies nourrirent le mythe de la spécificité politique des sociétés du Sud, ont été remplacées dans les années 70 par des régimes parlementaires comparables au reste des démocraties européennes. Ce fut le début de la dénommée « troisième vague de démocratisation » (Samuel Huntington), qui s’étendit bientôt à l’Amérique latine et à l’Europe de l’Est.  Des pays totalement ou partiellement méditerranéens tels que l’Italie, la France, la Grèce, la Turquie et l’Espagne ont rejoint l’Organisation du Traité de l’Atlantique Nord (OTAN), la plupart d’entre eux au moment de sa fondation (1949). Malgré cette perte d’autonomie dans la politique internationale, la puissance suggestive de la Méditerranée et les usages discursifs de son passé restèrent pleinement en vigueur dans la seconde moitié du siècle, tandis que le conflit du Proche-Orient lui donnait une centralité inattendue sur le nouvel échiquier de la politique mondiale, en déplaçant le traditionnel foyer d’instabilité de la Méditerranée orientale des Balkans à la Palestine.

D’un tourisme élitiste, attiré par la force évocatrice de son paysage et de son passé – comme cela apparaît dans certains récits d’Agatha Christie (Triangle at Rhodes, Death on the Nile, Problem at Sea et The Adventure of the Egyptian Tomb, entre autres) ou dans la tétralogie The Alexandria Quartet, de Lawrence Durrell –, on passa à un tourisme de masse alléché par son climat et des stéréotypes culturels facilement adaptables aux goûts du grand public. François Hartog affirme que la meilleure expression de son ouverture définitive sur l’extérieur est la fin de Zorba le Grec (1964), lorsque le personnage qui donne son nom au film apprend à un jeune écrivain britannique à danser le sirtaki (cit. Ruiz-Domènec, 2022 : 368) dans une scène mémorable qui compta sur la contribution décisive du musicien Mikis Theodorakis.  Un demi-siècle plus tard, la Méditerranée était devenue la destination de 230 millions de visiteurs par an, malgré le retour de certains de ses vieux fantômes avec les guerres de l’ex-Yougoslavie dans les années 90, qui ont réalimenté les « archétypes de la cruauté » (ibid., 371) associés à un certain imaginaire des peuples méditerranéens.

Les migrations de l’Afrique vers l’Europe, symbolisées par les barques comme précaire moyen de transport, et la peur du terrorisme islamique du Maghreb ont renforcé une vision bipolaire, nord/sud, d’une mer à qui l’on a toujours attribué un caractère défensif, comme une barrière naturelle aux menaces qui inquiètent l’Europe occidentale, une sorte de « frontière géosymbolique » (Saffioti, 2010). Jamais la métaphore, inventée en 1919 par le géographe Halford Mackinder, de la Méditerranée comme un fossé rempli d’eau protégeant le flanc sud de la forteresse européenne n’a été autant d’actualité (cit. Petri, 2016: 682). Les moyens audiovisuels se sont fait l’écho, souvent avec beaucoup de réalisme, de la mort de migrants noyés avant d’atteindre le rivage, drame qui a parfois nourri l’humour noir des dessins de presse, comme celui publié en 2015 par le journal algérien Le Jour d’Algérie où une main émerge de l’eau portant une pancarte qui dit « Je suis pas un cimetière » (19-IV-2015 ; reproduit par Martineau,  2020 : 145), ou un dessin du Brésilien Machado qui présente la Parque, avec une faux et un flotteur, sur le point de faire un plongeon macabre dans une mer infestée de cadavres (ibid., 147).

La crise économique qui a débuté en 2008 a réactivé l’axe transversal qui sépare le nord du sud de l’Europe et les vieux préjugés du nord vis-vis des pays riverains de la Méditerranée. Les graves problèmes que connut alors l’Union européenne entraînèrent une polarisation entre les peuples de tradition protestante, plus productifs et frugaux, selon leur propre perception, et les nations du sud de l’Europe, accusées de gaspillage, aux États lourdement endettés et plus que jamais dépendants de l’aide européenne. Ces derniers ont été identifiés par l’acronyme anglais PIGS (porcs), une expression des années 90, mais utilisée surtout après la récession de 2008. Il comprenait le Portugal, l’Italie, la Grèce et l’Espagne, considérés comme un obstacle au développement économique de l’UE, mais le « I» pouvait également faire référence à l’Irlande et non à l’Italie, ou être répété (PIIGS) pour inclure ces deux pays. Certes, l’ancien fief britannique n’était pas un pays méditerranéen, mais il était périphérique et catholique, comme la plupart des membres du sud de l’UE. En dépit de son évidente charge péjorative, voire raciste, comme cela a été dénoncé à l’occasion, l’allégorie porcine servit souvent aux caricaturistes des journaux et des magazines à donner une vision désinvolte des désaccords internes de l’Union européenne, dans lesquels les porcelets du sud, reconnaissables à leurs drapeaux, pouvaient à la fois être victimes de la voracité financière de l’Allemagne et assécher, par leur appétit insatiable, les mamelles économiques de l’Europe. Le conflit entre pays « frugaux » et « gaspilleurs » – septentrionaux et méridionaux – était lié, en tout cas, à des atavismes culturels toujours présents dans la relation entre l’Europe méditerranéenne et le reste du continent.

La vieille méfiance des peuples du Nord et la force enfouie d’une identité commune ont stimulé un nationalisme banal de type méditerranéen qui s’est concrétisé dans certaines initiatives unitaires, dont la tenue des Jeux méditerranéens, organisés tous les quatre ans depuis leur première édition à Alexandrie en 1951 sur le modèle des Jeux Olympiques, et le Festival de la chanson méditerranéenne, qui a eu lieu à Barcelone tous les ans entre 1959 et 1967. Dans le domaine politico-institutionnel, en 1995, a été lancé le processus dit de Barcelone, qui a réuni trente-cinq participants – dont Israël et l’Autorité palestinienne – et en 2008, l’Union pour la Méditerranée a été créée à Paris en tant que forum de débat régional pour promouvoir le développement économique et le bien-être collectif. Son logo, d’un sobre schématisme bicolore (blanc et bleu, ciel et mer, couleurs, qui d’ailleurs correspondent au drapeau grec), présente une figure géométrique symétriquement reproduite dans la partie inférieure, semblable à un navire de l’Antiquité, avec sa coque et son mât, reflétés dans la mer. L’image, dans sa simplicité, transmet un message facilement compréhensible pour toute culture et civilisation : la Méditerranée en tant que mer d’Ulysse. Malgré leur modestie, ces initiatives et d’autres, comme le Forum des Mondes Méditerranéens inauguré par Emmanuel Macron le 7 février 2022, ont pu surmonter, ne serait-ce que momentanément, son statut de frontière religieuse entre le christianisme et l’islam, peut-être l’élément le plus disruptif de son histoire.

Située « au milieu de la terre » – telle est sa signification étymologique – la Méditerranée a dans sa morphologie particulière, large et plate, un symbolisme qui la définit. Ce vaste espace qui va « d’Algésiras à Istanbul », comme le dit la chanson éponyme de Joan Manuel Serrat, et que les Turcs appellent « Mer Blanche » (Akdeniz), en raison de la couleur de son sable, a produit beaucoup plus d’histoire qu’il n’est capable d’en digérer, selon la phrase attribuée à Churchill sur les Balkans. D’où son universalité. Ses villes les plus emblématiques, comme Trieste, Athènes, Rome, Venise, Jérusalem, Istanbul ou Alexandrie, paradigmes de la méditerranéité, sont, chacune à sa manière, les dépositaires d’une mémoire propre et universelle à la fois. On pourrait en dire tout autant de certaines de ses îles, comme Lesbos, symbole depuis l’Antiquité de l’amour entre femmes et, récemment, du côté le plus dramatique des migrations modernes, en tant que destination temporaire pour des milliers de réfugiés qui ont fui la guerre civile en Syrie à partir de 2015. Et c’est sur une île imaginaire près de la Turquie, Minguer, que se déroule Les Nuits de la peste (2021), le roman d’Omar Pamuk qui sera toujours associé à la pandémie de covid-19, même s’il a commencé à l’écrire, de façon prémonitoire, avant son début.

La mémoire sensorielle de la Méditerranée comprend les saveurs d’une gastronomie caractéristique, qui a fait l’objet dès 1950 du best-seller de l’écrivaine britannique Elizabeth David A Book of Mediterranean Food.  L’ouvrage est illustré d’une quinzaine de dessins de John Minton qui constituent une iconographie du typisme méditerranéen : quartiers portuaires, plages, petits bateaux de pêche, marins, tavernes…  A Book of Mediterranean Food a joué un rôle décisif dans la diffusion du concept de cuisine méditerranéenne, très en vogue au XXIe siècle pour les effets bénéfiques de l’alimentation qui en découle. Son élément le plus authentique, l’huile d’olive, nous rappelle la valeur allégorique de l’olivier – du rameau d’olivier, par exemple, en tant que symbole de paix – dans les civilisations nées dans son environnement. Un olivier fut le cadeau que, dans la mythologie grecque, Pallas-Athénée fit aux habitants de la ville qui porterait son nom (Athènes) et c’est un rameau d’olivier dans le bec, selon l’Ancien Testament, qu’une colombe annonça la fin du Déluge Universel. Jusqu’à deux cents fois l’arbre, son fruit ou l’or liquide produit par son pressage sont cités dans la Bible, et le Coran en vient à comparer l’éclat de l’huile à la splendeur d’Allah (Manuel Vicent: « La sagesse de l’olivier », El País, 5-XI-2005). C’est un fusil dans un main et un rameau d’olivier dans l’autre – guerre ou paix – que Yasser Arafat déclara se présenter devant l’Assemblée Générale des Nations Unies en novembre 1974, puis à de nombreuses autres occasions, comme la conférence sur le Moyen-Orient tenue à Madrid en 1991.

Le rayonnement extérieur intense de la Méditerranée et la vocation cosmopolite de certains de ses intellectuels les plus représentatifs, comme Albert Camus ou Constantin Kavafis (Lekatsas, 2014), n’ont pas empêché les peuples qui l’habitent de développer un sentiment collectif lié à des sensations très primaires, telles que les couleurs et les saveurs qui lui sont associées. Pour l’écrivain marseillais Gabriel Audisio, plus qu’une mer intérieure, c’est « une espèce de continent liquide aux contours solidifiés. Déjà Duhamel dit qu’elle n’est pas une mer, mais un pays. Je vais plus loin, je dis : une patrie » (1935 : 15).  La façon dont l’Europe l’a imaginée et représentée en dit long sur les changements sociaux et les paradigmes intellectuels qui se sont succédé au fil du temps. Si l’approche archéologique de ses secrets les plus profonds conserve un certain rapport avec le colonialisme tardif, son étude récente à la lumière de « l’écologie historique » (Horden et Purcell, 2000) répond à la nouvelle sensibilité des sciences sociales envers l’environnement, le climat et le cadre naturel, dans un tournant épistémologique qui marque comme un retour à l’ancien Braudel.

Rolf Petri soutient que le « Mediterranean metaphor’s core paradigm remained stable over time » (2016 : 691).  Il reconnaît toutefois qu’il y a eu des différences entre les époques et les pays. Dans l’imaginaire allemand prédomine, selon lui, la Grèce classique et dans l’italien, c’est la Rome antique. Le regard français, en revanche, est plus diversifié et plus complexe (ibid., 672). On pourrait ajouter que la culture britannique s’intéresse principalement à son exotisme et a cultivé le voyage à travers ses terres et ses routes maritimes comme une forme d’évasion ou de découverte. L’Italie, pour sa part, a un grand allié dans l’histoire ancienne, comme le dit Petri, mais aussi dans la cartographie, car il n’y a pas de carte générale de la région qui n’offre une vue italocentrée du Mare nostrum. Dans le cas espagnol, l’histoire de la Méditerranée est aimable – romanisation, christianisation, possessions de l’Empire en Italie – et la géographie, conflictuelle et parfois douloureuse – Pyrénées, Gibraltar, Maroc.   

« Lit nuptial », « berceau des civilisations », « vide créatif », « continent liquide », « phare », « patrie », « prison », « cimetière », « femme » ... Le nombre d’histoires, d’allégories et de métaphores sur la « Méditerranéité », affirme Claudio Fogu, est virtuellement infini (2010). Mais on pourrait aussi dire le contraire : au fond, toutes les histoires de l’humanité, et donc de la Méditerranée, sont très similaires. En fin de compte, comme le dit un personnage de Borges dans El Evangelio según Marcos, ces histoires se réduisent à deux, celle d’un navire perdu en mer qui veut rentrer chez lui et celle d’un dieu qui se laisse crucifier sur le Golgotha, et toutes deux naquirent en Méditerranée.  

Italiano

MEDITERRANEO

"Il Mediterraneo sarà il letto nuziale di Oriente e Occidente" (cit. Levallois, 2013: 45). I sansimoniani francesi, come l'ingegnere Michel Chevalier, che scrisse queste parole nel 1832, credevano che il Mare nostrum avrebbe inaugurato un'era di progresso senza precedenti grazie allo sviluppo dei trasporti e delle comunicazioni. Chevalier lo immaginò come una fitta rete ferroviaria tra le città circostanti e i porti marittimi interconnessi che chiamò il "sistema Mediterraneo". A suo avviso, non era una "vana utopia" (cit. ibid.). Era il futuro, che l'apertura del Canale di Suez nel 1869 rese presente realizzando il vecchio sogno di unire il Mediterraneo con il Mar Rosso e, attraverso di esso, con l'Oceano Indiano. Per un altro sansimoniano, Prosper Enfantin, il canale sarebbe il punto d'incontro tra l'Occidente maschile e l'Oriente femminile, una dualità che suggeriva un rapporto di sottomissione e gerarchia favorevole al primo. L'asse della politica e dell'economia mondiale sembrava tornare nel Mediterraneo dopo secoli di espansione oltremare.

Logo oficial de los IV Juegos de Mediterráneo | Nápoles 1963La visione di una Francia mediterranea -non invano la prima compagnia ferroviaria fu la Parigi-Lione-Méditerranée (P-L-M), fondata nel 1857- che avrebbe promosso lo sviluppo delle città lungo il fiume, subì un duro colpo con la sconfitta francese a Sedan, nel 1870, contro l'esercito prussiano, e la caduta del Secondo Impero. Di fronte a coloro che difendevano il diritto dell'Europa meridionale di contestare l'egemonia delle nazioni del nord, gli eventi politici e militari della fine del XIX secolo hanno fatto pendere l'ago della bilancia al contrario. Nel suo clamoroso discorso sulle "nazioni morenti" pronunciato nel 1898, al culmine della guerra ispano-americana, Lord Salisbury proclamò il declino dei paesi dell'Europa meridionale, ancor prima che fosse consumato il "disastro" spagnolo a Cuba. Altre sconfitte coloniali con protagonisti Portogallo (crisi dell'ultimatum, 1890), Italia (Adua, 1896) e Francia (Fachoda, 1898), segnalavano nella stessa direzione. Nel 1905, lo svedese Rudolf Kjellén, inventore del termine geopolitica, affermò che "il Mediterraneo classico [era] non più in prima linea nella storia" (cit. Petri, 2016: 687).

Ma se la sua perdita di peso nella politica internazionale era considerata un fatto certo, fin dai tempi romantici il suo fascino continuava a crescere, sia come un glorioso vestigio del passato sia come destinazione pittoresca associata al paesaggio, all'archeologia e ai costumi esotici. Tale era lo slogan usata da un manifesto pubblicitario delle ferrovie egiziane pubblicato in Francia intorno al 1900: "L'Egypte à quatre jours de Paris", che si leggeva sotto l'immagine di un beduino che cavalcava il deserto montato sul suo cammello. Insieme all'esotismo dell'illustrazione, risalta la prospettiva eurocentrica del Mediterraneo orientale, concepita come uno spazio ricreativo, pieno di mistero e avventure, per il conforto degli europei occidentali. Un'idea molto diversa da quella delle élite slave dell'epoca, che vedevano il Mediterraneo come una grande stazione balneare in cui ritrovare la pace e la salute negate loro dal rigido clima sociale e meteorologico dei loro paesi d'origine. Così lo credeva Dmitri Nabokov, ex ministro della Giustizia dello zar Alessandro III e zio dello scrittore Vladimir Nabokov, che nelle sue memorie ricorda a suo zio, all'inizio del secolo, aggrappato "alla convinzione che finché fosse rimasto nella regione mediterranea nulla gli sarebbe successo" (Nabokov, 1994: 82). La presenza del giovane Tadzio e della sua famiglia a Venezia nel celebre romanzo di Thomas Mann rispondeva allo stesso schema mentale, anche se la peste trasformò la città adriatica da una stazione termale elitaria a teatro di un'epidemia di colera -un altro tema, quello delle epidemie, saldamente radicato nell'immaginario europeo-.

La celebrazione ad Atene, nel 1896, dei primi Giochi Olimpici della nuova era anticipò la mediterraneità del XX secolo come fonte di ispirazione per una cultura di massa che combinava le forme di svago e comunicazione dei tempi moderni con il prestigio delle antiche civiltà autoctone. Nel campo dell'alta cultura, la creazione a Parigi, nel 1891, dell'École Romane da parte del greco Jean Moréas e del francese Charles Maurras promosse il recupero della tradizione greco-latina contro il decadentismo e la tenebrosità delle "scuole del nord", un progetto che avrà un'eco lontana nella fondazione trent'anni dopo a Bilbao della Scuola romana dei Pirenei da parte del basco Ramón de Basterra. Nel frattempo, erano proliferate iniziative per fornire all'arte mediterranea di una propria entità che avrebbe restituito le sue radici classiche e i suoi attributi naturali: luce, chiarezza, semplicità delle sue linee ..., il tutto opposto al carattere artificiale e oscuro della tradizione germanica. La scultura Méditerranée, di Aristide Maillol (1905, anche se il titolo è successivo), esemplifica nella figura di una donna nuda e riflessiva tale ricerca di una bellezza estranea a ogni preoccupazione, come ha sottolineato lo scrittore André Gide presentando l'opera. Come stile eminentemente mediterraneo e classicista, si può considerare analogamente il noucentisme catalano, che è riuscito a rompere l'egemonia, fino ad allora incontestabile, del modernismo o dell'art nouveau nelle arti plastiche e nell'architettura.

La prima guerra mondiale -la "guerra latina", secondo D'Annunzio (Canti della guerra Latina, 1918- fu vista anche come uno scontro tra la cultura germanica dell'Europa centrale e la tradizione greco-romana. Questa è la tesi presentata nel 1915 dal principale teorico del noucentisme, Eugenio D'Ors, in un conferenza dal titolo Difesa del Mediterraneo nella Grande Guerra. "Il domani di questa guerra”, affermava D'Ors, “sarà chiamato, ancora una volta, Mediterraneo. (...) Il domani di questa guerra sarà chiamato socialismo, il domani di questa guerra sarà chiamato vita semplice" (riprodotto in catalano in La Revista, 10-IX-1915, 5-6). La menzione del socialismo può essere sconcertante data la traiettoria ultraconservatrice dell'autore, artefice di una riformulazione dell'idea del Mediterraneo come proiezione naturale di un neo-imperialismo catalano e spagnolo del XX secolo (Ucelay da Cal, 2003). Sorprendente è anche la sua rivendicazione di "indolenza" e "povertà" di fronte allo spirito predatorio dei nuovi barbari, che si sgretolano in guerra "per grandi potenze, per grandi ricchezze" (ibid., 5). Il "socialismo" sarebbe forse il risultato di contrapporre la vita oziosa e contemplativa del Mediterraneo all'utilitarismo e all'individualismo dei popoli del nord, stabilendo una linea di demarcazione tra due Europe -quella latina e quella germanica- che non coincideva affatto con le alleanze militari nei fronti, molto eterogenee in termini di identità linguistiche e religiose integrate in ciascun blocco.

La presunta cleavage culturale che divise l'Europa in due è stato rappresentato alcune volte come un confronto tra le lettere c e k, ovvero tra cultura e Kultur, la prima legata all'eredità latina e la seconda al mondo germanico. Un giornale scozzese arrivò a parlare della "battaglia tra c e k" che era in corso dall'inizio della Grande Guerra ("Kultur and Culture", Dundee Evening Telegraph, 11-I-1915). La controversia sul male intrinseco del k si spostò all'Académie Française quando ricevette nel 1915 una petizione dallo scrittore Henry de Forge contro l'uso di questa lettera in francese per la sua famigerata identificazione con il nemico austro-germanico (cit. Fuentes, 2017: 14). In Spagna, Miguel de Unamuno fu particolarmente attivo, anche prima della Grande Guerra, nella lotta contro la k come simbolo dell'imperialismo tedesco. Dopo lo scoppio del conflitto, trasmise a due colleghi francesi, Romain Rolland e René Morax, la sua solidarietà nella battaglia che la Francia stava conducendo a favore di "la vieille culture, d'origine gréco-latine, la culture avec un c minuscule, modeste, rond et deux pointes", opposto a "la Kultur avec un K majuscule, rectiligne et de quatre pointes (...), la Kultur qui, selon les professeurs prussiens, a besoin de l'appui des canons" (ibid.). Il mondo aveva bisogno della cultura latina, scriveva contemporaneamente Gabriele D'Annunzio su un giornale parigino ("Fluctibus et fatis", Journal, 30-IX-1914; cit. Caburlotto, 2010). Era nel Mediterraneo – "la mer fatale" – dove "la Grèce révéla le beau, Rome la justice, la Judée la sainteté". Nulla ci si poteva aspettare, al contrario, da "l'homme teuton" (cit. ibid.).

Militarismo e autocrazia da una parte, civiltà e libertà dall'altra: la guerra era l'espressione di una polarizzazione politica tra i successori delle tribù barbarichee e gli eredi del mondo greco-romano, in cui era nata la libertà, la democrazia e la polis. Se, da una prospettiva liberal-democratica, lo scrittore maiorchino Gabriel Alomar, vicino al noucentisme catalano, definì la politica come "l'arte suprema di costruire la 'Città'" -cioè la polis moderna- (El Obrero Balear, 17-IV-1925), D'Annunzio optò fin dall'inizio per un'alternativa ultranazionalista alla crisi della democrazia parlamentare, identificata con Inghilterra e Francia, quelle potenze che dopo la guerra imposero all'Italia una "vittoria mutilata". Era necessario tornare all'essenza della cultura classica e metterla al servizio delle aspirazioni espansionistiche dell'Italia moderna, come fece nel 1919 lo scrittore italiano quando guidò l'occupazione di Fiume, l'attuale Rijeka croata,  ripubblicando così l'antico mito mediterraneo della città che affronta il mondo e si organizza in un regime di pura autarchia.

D'Annunzio fu il principale precursore di un provvidenzialismo storico che univa mediterraneità, latinità e imperialismo in un progetto che attribuiva all'Italia un ruolo tutelare sui popoli del sud, compito facilitato dalla disgregazione dell'Impero Ottomano negli ultimi decenni fino alla sua definitiva sconfitta nel 1918. Il suo non era un discorso teorico o politico, ma una proposta culturalista che affondava le sue radici nell'antichità classica. Il suo "Ode pour la résurrection latine", pubblicato a Parigi nell'agosto del 1914, preparava il terreno per l'entrata in guerra dell'Italia e anticipava temi di cui il fascismo si sarebbe appropiato pochi anni dopo: "Nous sommes les nobles, nous sommes les élus; / et nous écraserons la horde hideuse (...) Car pour les Latins, c'est l'heure sainte / De la moisson et du combat". Per il poeta, il Mediterraneo era una grande arena dell'epopea guerriera dell'antichità, ma anche il mare di Ulisse, che aveva reso la navigazione uno stile di vita superiore (Caburlotto, 2010). Come lo stesso D'Annunzio, lo scrittore nazionalista Enrico Corradini, difensore di un energico imperialismo italiano, incentrato sul Mediterraneo, finì nell'orbita del fascismo, entrando a far parte del governo nel 1928. La sua previa campagna a favore dell’intervento in Libia nel 1911, che ispirò anche D'Annunzio (Merope. Canti della guerra d'oltremare, 1915), e la sua rivendicazione del diritto inalienabile dell'Italia sul Mare nostrum ebbero un'influenza decisiva sulla politica espansionistica del fascismo, in particolare nella sua dimensione nordafricana. Anche se sia l'antica espressione latina, frequentemente usata a partire dalla metà dell'Ottocento (Trinchese, 2005), come i piani colonialisti venissero dalla fase antecedente alla Grande Guerra, il fascismo si proponeva portarli fino alle loro conseguenze ultime facendo leva su un immaginario storico che rendeva l'italianizzazione del Mediterraneo un disegno inesorabile. L'Italia fascista sarebbe stata la terza Roma -un altro mito/simbolo del Risorgimento di cui Mussolini se ne appropio- dopo l'Impero Romano e Bisanzio.

L'intero apparato simbolico del fascismo, dal suo nome fino al fascio littorio, al saluto romano o all'esaltazione e alla proclamazione dell'impero, può essere considerato una sublimazione della romanità e della sua concezione storicista e italocentrica del Mediterraneo. Lo stesso Mussolini, in un discorso pronunciato l'anno precedente alla sua ascesa al potere, pose l'ideologia fascista sotto l'invocazione della "Roma eterna", annunciò la celebrazione del 21 aprile, anniversario della nascita della città, come festa ufficiale del partito, e spiegò il significato del fascismo come ritorno "alle origini (...), al nostro stile romano, latino e mediterraneo" (discorso a Bologna, 3-IV-1921). Non sorprende che negli anni successivi la retorica e l'iconografia fascista si riempirono di metafore e rappresentazioni cartografiche del Mare nostro, come viene denominato in varie occasioni. Il Mediterraneo, che non è un oceano e ha solo due varchi di ingresso e di uscita, non può essere un carcere che umilia l'Italia, avvertì Mussolini (7-IX-1934), prima di una fervente messa, durante una visita a Taranto, città costiera che ospitava un'importante base navale. Era un'occasione favorevole per riflettere sulla vocazione mediterranea del fascismo alla luce degli insegnamenti della storia, che portarono a una conclusione inequivocabile: ricordava il Duce che Roma divenne grande solo dopo aver sottomesso la potenza marittima di Cartagine; allo stesso modo, l'Italia moderna avrebbe raggiunto i suoi obiettivi solo se avesse disposto di una forza navale incontestabile.

Rivendicata come lo spazio vitale del popolo italiano (Giuseppe Bottai), la rappresentazione del Mediterraneo da parte della propaganda fascista spesso risultava in una mappa temporale -ciò che era e ciò che sarebbe diventato- piuttosto che puramente geografica. Se l'immagine non fosse abbastanza, uno slogan o un breve testo completaba il suo significato, come succede nel caso di una grande cartina probabilmente destinata alle scuole e modificata all'inizio della seconda guerra mondiale, tra l'invasione della Polonia e l'offensiva tedesca contro la Francia. Sotto l'etichetta "Mare nostro" [sic], la mappa comprende dal sud della Scandinavia fino al Nord Africa, e mostra un'immagine di Mussolini in uniforme militare e binocolo sovrapposto su alcune sue parole rivolte ai giovani, giacché erano loro che avrebbero trasformato in realtà questo "radioso avvenire": "Che il secolo XX veda Roma, centro della civiltà latina, dominatrice del MEDITERRANEO [sic], faro di luce per tutte le genti". Un quaderno di scuola illustrato con la foto del Duce e una moderna nave da guerra presenta sul retro di copertina una bandiera dell'Italia che sventola su una mappa contenente, al centro, l'espressione latina. Intorno ad essa, una spessa fascia costiera disegna il contorno esterno senza altri confini terrestri che quelli d'Italia. L'immagine è impattante, perché quella linea continua fa sembrare che la costa risulti il confine di un territorio allungato, simile alla Cecoslovacchia dell'epoca, come se l'interno fosse pieno e l'esterno, vuoto.

Le rappresentazioni fasciste del Mediterraneo abbondano come un gioco di specchi tra il passato e un futuro che si crede vicino (Acquarelli, 2011). È nota la serie di quattro pannelli con mappe in rilievo situati all'esterno della basilica romana di Massenzio e inaugurati da Mussolini il 21 aprile 1934, anniversario della nascita di Roma. La serie mostrava, da sinistra a destra, le fasi principali dell'espansione dell'Impero Romano e invitava a completare quel ciclo storico-iconografico con la progressiva italianizzazione del Mediterraneo sotto il fascismo. E infatti, la campagna etiope portò all'installazione due anni dopo, a destra, di un quinto pannello, intitolato "L'Impero dell'Italia fascista", che conteneva una mappa ingrandita a sud per accogliere i territori appena conquistati in Africa orientale. In uno posteriore (c. 1940), curato dal Ministero dell'Educazione Nazionale, il monogramma di Mussolini -una "M" a forma di molla- collegava la Libia con l'Etiopia scavalcando l'Egitto e il Sudan, possessioni inglesi.

Il nazismo ebbe un rapporto intenso, ma contraddittorio, con il Mediterraneo classico. Sebbene alcuni leader nazisti, come Heinrich Himmler, enfatizzassero il carattere autoctono della tradizione germanica, legata ai popoli nordici, prevalse il fascino di Hitler per la Grecia e Roma. "Quando ci viene chiesto dei nostri antenati", dichiaró alla cerchia più ristretta, "dobbiamo rispondere: i greci" (cit. Chapoutot, 2012: 92). Le ragioni, principalmente di natura estetica, sono riconosciute nelle opere degli artisti nazisti più identificati con i gusti del Führer, di un classicismo appena sfumato da qualche escrescenza romantica: le sculture di Josef Thorak e Arno Breker, gli edifici monumentali di Albert Speer, caratteristici del "Doric Aryan", o il cinema di Leni Riefenstahl, il cui documentario sui Giochi Olimpici di Berlino (1936), Olimpia, inizia evocando l'antica Grecia in un lungo susseguirsi di fotogrammi che mostrano la bellezza del mondo ellenico attraverso la sua arte e il corpo degli atleti dell'antichità, interpretati da attori tedeschi. Lo spirito della Grecia classica prendeva vita in questo modo nella Germania nazista. Il percorso della fiaccola tra Olimpia e Berlino  -un'innovazione introdotta in quei Giochi che dura ancora nell'attualità- sembrava dare ragione al geografo francese Élisée Reclus quando nel 1876 scrisse che nel Mediterraneo "la marcia della civiltà" va sempre da sud-est a nord-ovest (Petri, 2016: 683). La severa educazione dei bambini e dei giovani a Sparta servì anche da modello per gli sforzi del nazionalsocialismo di forgiare un popolo guerriero, pronto a tutto.

L'attrazione per il Mediterraneo come culla della civiltà si scontrava però con i dubbi che il nazismo nutriva sui popoli che vivevano ai suoi margini. Era possibile che tanta bellezza potesse essere opera di razze inferiori? Questa aporia estetico-razziale fu risolta attribuendo un'origine ariana, anche nordica, a Greci e Romani, seguendo la strada tracciata già nell'Ottocento dal francese Joseph Arthur de Gobineau. "Chi dice romano dice norreno", dice Alfred Rosenberg in Il mito del XX secolo (cit. Chapoutot, 2012: 90), e Joseph Goebbels, in visita ufficiale ad Atene, riconoscerà nel suo diario di essere rimasto estasiato, sull'orlo delle lacrime, quando contempló l'Acropoli, "la testimonianza più impressionante del genio creativo del Nord" (Diari, voce del 22 settembre 1936). Il Mediterraneo aveva fornito, secondo Hitler, le condizioni climatiche favorevoli affinché, a contatto con "lo spirito ellenico", il potenziale creativo dei popoli germanici potesse essere pienamente sviluppato (cit. Sala Rose, 2003: 186-187). Che il maresciallo Goering ricordasse la tenace resistenza spartana alle Termopili quando la Germania combatteva disperatamente a Stalingrado (ibid., 184) dimostra fino a che punto il Mediterraneo sia stato nella geopolitica moderna "la madre di tutti gli esempi" (Petri, 2016: 681), invocato per giustificare ogni tipo di decisione, sia in guerra che in pace.

La visione degli storici sul Mediterraneo è stata molto condizionata dal momento in cui esaminano il suo passato. Cosí succede sempre, ma specialmente i casi come questo perché si tratta di uno spazio saturo di storia, che si presta a molteplici dialoghi con il presente. Come non mettere in relazione la nozione di "guerra mondiale" che Fernand Braudel applica al XVI secolo nel suo libro La Méditerranée et le monde méditerranéen à l'époque de Philippe II (capitolo "1550-1559: Reprise et fin d'une guerre mondiale") con gli anni in cui finì di scriverlo, nel bel mezzo del dopoguerra. In questo lavoro cruciale, pubblicato nel 1949, Braudel sottolineava l'importanza del quadro geografico e del tempo lento -la "longue durée"- che determina la storia del Mediterraneo, visto come un "vuoto creativo" (1966: II, 516), instancabile nella sua capacità di illuminare imperi, culture e civiltà. Il quesito sull'inizio del sua decadenza -altro tema di attualità a metà del Novecento -rafforza sullo sfondo la sua tesi sulla natura strutturale -geografia, clima, paesaggio- di questo mare interno, in cui i fattori di continuità prevalgono sul peso leggero e transitorio degli eventi, "la schiuma della storia". Il suo declino nella politica mondiale, che l'autore stabilisce dal 1650, ha un valore relativo accanto alla sorprendente validità della sua cultura millenaria.

Lo stesso storico francese si riferisce a quegli scrittori -Gabriel Audisio, Jean Giono, Lawrence Durrell, Carlo Levi...– che nel XX secolo hanno creduto di trovare nel Mediterraneo lo stesso stile di vita di cui hanno dato testimonianza i classici greci e romani. "Je pense, comme Audisio, comme Durrell", dice Braudel, "que l'Antiquité elle-même se retrouve sur les rivages méditerranéens d'aujourd'hui" (ibid.). Molti anni dopo, lo spagnolo Carlos Barral evocherà nelle sue memorie il momento in cui, in una farmacia greca dove andava alla ricerca di un rimedio per una puntura di medusa, poteva farsi capire ricordando come si diceva la medusa in greco antico per averla letta, secondo lui, nell'Odissea. Reale o inventato, l'aneddoto esprime la tendenza dei viaggiatori moderni a riconoscere nel Mediterraneo di oggi la sopravvivenza delle antiche civiltà, sia nei loro costumi, nelle loro tradizioni o, come nell'episodio a cui fa riferimento Barral, nelle lingue parlate dai suoi abitanti. È la fede che, un secolo prima, aveva animato a Heinrich Schliemann nella sua ricerca delle rovine di Troia. La convinzione che il mondo classico si fosse depositato nel paesaggio lo portò a considerare i resti archeologici che stava trovando nei suoi scavi come vestigia dei fatti e dei luoghi immortalati da Omero. Pochi scenari storici così propizi, quindi, all'idea di permanenza e "longue durée" difesa da Braudel. Qualcosa di simile si potrebbe dire dell'arte europea del XX secolo, perfino la più all'avanguardia, in costante dialogo con il classicismo mediterraneo, evocato da Picasso -fauni, ninfe, centauri, paesaggi della Costa Azzurra...-, Ravel -Daphnis e Cloe-, Debussy -Preludio al pomeriggio di un fauno-, De Chirico (Di Giacomo, 2020) e tanti altri artisti contemporanei.

"La madre di tutti gli esempi", per riprendere l'espressione di Rolf Petri dell'influenza del Mediterraneo sulla geopolitica moderna, ha fornito al presidente degli Stati Uniti John F. Kennedy il leitmotiv di uno dei suoi discorsi più famosi. La sua frase "Ich bin ein Berliner", pronunciata di fronte al muro di Berlino nel 1963, era, come ricordava Kennedy, l'equivalente nel mondo della Guerra Fredda del "civis romanus sum" che i cittadini romani rivendicavano quando volevano far valere i loro diritti in qualsiasi parte dell'Impero. Nella Berlino assediata dal comunismo proclamò la stessa idea di libertà della cittadinanza romana duemila anni prima ("Migliaia di anni fa il vanto più orgoglioso era il civis romanus sum. Oggi, nel mondo della libertà, il vanto più orgoglioso è 'Ich bin ein Berliner'"). Era inevitabile che il suo omicidio pochi mesi dopo fosse paragonato a quello di Giulio Cesare, avvenuto anche in circostanze oscure, quando era all'apice del suo potere.

Quel mare inesauribile di memorie che è il Mediterraneo ha vissuto la Guerra Fredda come altre tappe della storia moderna: tra il declino del suo potere e la rivalutazione della sua memoria. L'antagonismo tra gli Stati Uniti e l'URSS rimosse definitivamente i centri decisionali dal bacino del Mediterraneo, e la supremazia americana nel blocco occidentale causò una progressiva atlantideanizzazione del suo stile di vita e della sua politica nazionale e internazionale. Le cosiddette "dittature mediterranee" -Grecia, Portogallo e Spagna-, che per decenni hanno alimentato il mito della specificità politica delle società meridionali, furono sostituite negli anni '70 da regimi parlamentari analoghi al resto delle democrazie europee. Fu l'inizio della cosiddetta "terza ondata democratizzante" (Samuel Huntington), che presto si diffuse in America Latina e nell'Europa orientale. Paesi totalmente o parzialmente mediterranei come l'Italia, la Francia, la Grecia, la Turchia e la Spagna aderirono all'Organizzazione del Trattato del Nord Atlantico (NATO), la maggior parte di essi al momento della sua fondazione (1949). Nonostante questa perdita di autonomia nella politica internazionale, il potere suggestivo del Mediterraneo e gli usi discorsivi del suo passato rimasero pienamente in vigore nella seconda metà del secolo, mentre il conflitto mediorientale gli conferiva un'inaspettata centralità nella nuova scacchiera della politica mondiale, spostando il tradizionale focus dell'instabilità dal Mediterraneo orientale dei Balcani alla Palestina.

Di un turismo elitario, attratto dalla forza evocativa del suo paesaggio e del suo passato -un'esperienza del Mediterraneo evidente in alcuni racconti di Agatha Christie (Triangolo a Rodi, Morte sul Nilo, Problema in mare e L'avventura della tomba egizia, tra gli altri) o nella tetralogia The Alexandria Quartet, di Lawrence Durrell-, si è passati a un turismo di massa che accorreva attratto dal clima e dai suoi stereotipi culturali facilmente adattabili ai gusti del grande pubblico. François Hartog afferma che la migliore espressione della sua definitiva apertura verso l'esterno è la la parte conclusiva di Zorba il greco (1964), quando il personaggio che dà il nome al film insegna a ballare il sirtaki a un giovane scrittore britannico (cit. Ruiz-Domènec, 2022: 368), in una memorabile scena che ha avuto il contributo decisivo del musicista Mikis Theodorakis. Mezzo secolo dopo, il Mediterraneo era diventato meta di 230 milioni di visitatori l'anno, nonostante il ritorno di alcuni dei suoi vecchi fantasmi con le guerre dell'ex Jugoslavia negli anni '90, che diedero nuova natura agli "archetipi della crudeltà" (ibid., 371) associati a un certo immaginario dei popoli mediterranei.

Le migrazioni dall'Africa verso l'Europa, simboleggiate dai barconi come precario mezzo di trasporto, e la paura del terrorismo islamico proveniente dal Maghreb hanno rafforzato una visione bipolare, nord/sud, di un mare a cui è sempre stato attribuito un carattere difensivo, come barriera naturale alle minacce che preoccupano all'Europa occidentale, qualcosa come un "confine geosimpolico" (Saffioti, 2010). Non è mai stata cosí valida come oggi la metafora, coniata nel 1919 dal geografo Halford Mackinder, del Mediterraneo come un fossato pieno d'acqua che protegge il fianco meridionale della fortezza europea (cit. Petri, 2016: 682). I mezzi audiovisivi hanno riecheggiato, spesso con grande realismo, la morte di migranti annegati prima di raggiungere la riva, un dramma che a volte ha alimentato l'umorismo nero delle vignette della stampa, come quella pubblicata nel 2015 dal quotidiano algerino Le Jour d'Algérie, in cui una mano emerge dall'acqua con un cartello che dice "Je suis pas un cimetière" (19-IV-2015; riprodotto da Martineau, 2020: 145), o un disegno del brasiliano Machado che presenta la Parca, con una falce e un galleggiante, in procinto di fare un macabro tuffo in un mare infestato da cadaveri (ibid., 147).

La crisi economica iniziata nel 2008 riattivó l'asse trasversale che separa l'Europa settendrionale dalla meridionale e i vecchi pregiudizi del nord verso i paesi che si affacciano sul Mediterraneo. I gravi problemi che in quel momento l'Unione Europea stava vivendo, causarono una polarizzazione tra i popoli di tradizione protestante, più produttivi e frugali, secondo la loro stessa percezione, e le nazioni dell'Europa meridionale, addebitate come dispendiose, con Stati fortemente indebitati e più dipendenti che mai dagli aiuti europei. Questi ultimi furono identificati con l'acronimo inglese PIGS (maiali), espressione degli anni '90, ma utilizzata principalmente dopo la recessione del 2008. Includeva Portogallo, Italia, Grecia e Spagna, considerati un ostacolo allo sviluppo economico dell'UE, anche se la "I" potrebbe anche riferirsi all'Irlanda e non all'Italia, o apparire ripetuta (PIIGS) per dare spazio a entrambi paesi. L'antico dominio britannico non era un paese mediterraneo, ma sí era periferico e cattolico, come la maggior parte dei membri meridionali dell'UE. Nonostante il suo evidente connotato peggiorativo, persino razzista, come è stato denunciato in alcune occasioni, l'allegoria del maiale spesso serviva ai vignettisti di giornali e riviste per dare una visione spensierata dei disaccordi interni dell'Unione europea, in cui i maialini del sud, riconoscibili dalle loro bandiere, potevano sia essere vittime della voracità finanziaria della Germania, sia lasciare esauste, con il loro appetito insaziabile, le mammelle economiche dell'Europa. Il conflitto tra paesi "frugali" e "spreconi" - *settentrionali e meridionali- si collegava, in ogni caso, con atavismi culturali sempre presenti nel rapporto tra l'Europa mediterranea e il resto del continente.

Il vecchio sospetto dei popoli del nord e la idea sotterranea di un'identità comune hanno favorito un banale nazionalismo di tipo mediterraneo incarnato in alcune iniziative unitarie. Tra questi c'è la celebrazione dei Giochi del Mediterraneo, organizzati ogni quattro anni dalla sua prima edizione ad Alessandria nel 1951 seguendo il modello dei Giochi Olimpici, e il Festival della Canzone Mediterranea, che si è svolto a Barcellona ogni anno tra il 1959 e il 1967. In ambito politico-istituzionale, nel 1995 si avvió il cosiddetto Processo di Barcellona, in presenza di trentacinque partecipanti -tra cui Israele e l'Autorità palestinese- e nel 2008 è stata creata a Parigi l'Unione per il Mediterraneo come forum di dibattito regionale per promuovere lo sviluppo economico e il benessere collettivo. Il suo logo, di un sobrio schematismo bicromatico (bianco e blu, cielo e mare, colori, tra l'altro, della bandiera greca), presenta una figura geometrica che si ripete, invertita, nella parte inferiore, come una nave dell'antichità, con il suo scafo e il suo albero, riflessi nel mare. L'immagine, nella sua semplicità, trasmette un messaggio facilmente comprensibile da qualsiasi cultura e civiltà: il Mediterraneo come il mare di Ulisse. Nonostante la loro modestia, queste e altre iniziative, come il Forum des Mondes Méditerranéens inaugurato da Emmanuel Macron il 7 febbraio 2022, sono state in grado di superare, anche se solo temporaneamente, il loro status di confine religioso tra cristianesimo e islam, probabilmente l'elemento più dirompente della loro storia.

Situato "in mezzo alla terra" -tale è il suo significato etimologico- il Mediterraneo ha nella sua particolare morfologia, ampia e piatta, un simbolismo che lo definisce. Quell'ampio spazio che copre "da Algeciras a Istanbul", come dice l'omonima canzone di Joan Manuel Serrat, e che i turchi chiamano "Mar Bianco" (Akdeniz), per il colore della sua sabbia, ha generato molta più storia di quanto sia in grado di digerire, secondo la frase attribuita a Churchill sui Balcani. Da qui la sua universalità. Le sue città più emblematiche, come Trieste, Atene, Roma, Venezia, Gerusalemme, Istanbul o Alessandria, paradigmi di mediterraneità, ognuno a suo modo, sono depositarie di una memoria propria e universale allo stesso tempo. Lo stesso si potrebbe dire di alcune delle sue isole, come, simbolo fin dall'antichità dell'amore tra donne e recentemente dell'aspetto più drammatico delle migrazioni moderne, come meta temporanea per migliaia di rifugiati fuggiti dalla guerra civile in Siria dal 2015. E su un'isola immaginaria vicino alla Turchia, Minguer, si svolge Le notti della peste (2021), il romanzo di Omar Pamuk che sarà sempre associato alla pandemia di covid-19, anche se ha iniziato a scriverlo, in maniera premonitoria, prima del suo inizio.

La memoria sensoriale del Mediterraneo comprende i sapori di una gastronomia caratteristica, che già nel 1950 fu oggetto del bestseller della scrittrice britannica Elizabeth David A Book of Mediterranean Food. È illustrato con quindici disegni di John Minton che costituiscono un'iconografia della tipicità mediterranea: quartieri portuali, spiagge, piccole barche da pesca, marinai, taverne... A Book of Mediterranean Food ha avuto un ruolo decisivo nella diffusione del concetto di cucina mediterranea, molto in voga nel XXI secolo per gli effetti salutari della dieta che ne deriva. Il suo elemento più genuino, l'olio d'oliva, ci ricorda il valore allegorico dell'olivo -del ramoscello d'ulivo, ad esempio, come simbolo di pace- nelle civiltà emerse nel suo ambiente. Un ulivo era il dono che, nella mitologia greca, Pallade Atena fece agli abitanti della città che avrebbe portato il suo nome (Atene) e con un ramoscello d'ulivo nel becco, secondo l'Antico Testamento, una colomba annunciò la fine del Diluvio Universale. Fino a duecento volte l'albero, il suo frutto o l'oro liquido prodotto dalla sua spremitura sono citati nella Bibbia, e il Corano giunge a paragonare la luminosità dell'olio con lo splendore di Allah (Manuel Vicent: "La saggezza dell'olivo", El País, 5-XI-2005). Con un fucile in mano e un ramoscello d'ulivo nell'altro -guerra o pace- Yasser Arafat disse di presentarsi davanti all'Assemblea generale delle Nazioni Unite nel novembre 1974 e poi in molte altre occasioni, come la conferenza sul Medio Oriente tenutasi a Madrid nel 1991.

L'intensa irradiazione esterna del Mediterraneo e la vocazione cosmopolita di alcuni dei suoi intellettuali più rappresentativi, come Albert Camus o Constantin Kavafis (Lekatsas, 2014), non hanno impedito ai popoli che lo abitano di sviluppare un sentimento collettivo legato a sensazioni molto primarie, come i colori e i sapori ad esso associati. Per lo scrittore marsigliese Gabriel Audisio, più di un mare interno è "une espèce de continent liquide aux contours solidifiés. Déjà Duhamel dit qu'elle n'est pas une mer, mais un pays. Je vais plus loin, je dis: une patrie" (1935: 15). Il modo in cui l'Europa l'ha immaginata e rappresentata evidenzia chiaramente i cambiamenti sociali e i paradigmi intellettuali che si sono verificati nel tempo. Se l'approccio archeologico ai suoi segreti più profondi ha qualche relazione con il tardo colonialismo, il suo recente studio alla luce dell'"ecologia storica" (Horden e Purcell, 2000) risponde alla nuova sensibilità delle scienze sociali verso l'ambiente, il clima e il quadro naturale, in una svolta epistemologica che mostra un ritorno al vecchio Braudel.

Rolf Petri sostiene che "il paradigma centrale della metafora mediterranea è rimasto stabile nel tempo" (2016: 691). Riconosce, tuttavia, che ci sono state differenze in base al tempo e ai paesi. Nell'immaginario tedesco predomina, secondo lui, la Grecia classica e nell'italiano, l'antica Roma. Lo sguardo francese, invece, è più vario e complesso (ibid., 672). Potremmo aggiungere che la cultura britannica è principalmente interessata al suo esotismo e ha coltivato il viaggio attraverso le sue terre e le sue rotte marittime come una forma di evasione o scoperta, a volte entrambe allo stesso tempo. L'Italia, dal canto suo, ha un grande alleato nella storia antica, come dice Petri, ma anche nella cartografia, perché non esiste una mappa generale della regione che non offra una visione italocentrica del Mare nostrum. Nel caso spagnolo, la storia del Mediterraneo è gentile -romanizzazione, cristianizzazione, possedimenti dell'Impero in Italia- e la geografia, conflittuale e talvolta dolorosa – Pirenei, Gibilterra, Marocco-.

"Letto nuziale", "culla di civiltà", "vuoto creativo", "continente liquido", "faro", "patria", "prigione", "cimitero", "donna"... Il numero di storie, allegorie e metafore sulla "Mediterraneità", dice Claudio Fogu, è praticamente infinito (2010). Si potrebbe anche dire il contrario: che, in fondo, tutte le storie dell'umanità, e quindi del Mediterraneo, sono molto simili. Alla fine, come dice un personaggio di Borges nel Vangelo secondo Marco, queste storie si riducono a due, quella di una nave persa in mare che vuole tornare a casa e quella di un Dio che si lascia crocifiggere sul Golgota, ed entrambe sono nate nel Mediterraneo.